Kajiya De Hajimeru (NL)

Era imposible fabricar armas y armaduras con las partes del cuerpo de un dragón.

En este mundo, eso era de sentido común. Una vez que se mataba a un dragón, casi todo su cuerpo se volvía blando y gelatinoso. Sólo su carne era buena para el consumo. No era particularmente nutritiva, pero al menos se decía que era deliciosa.

Una sola espada y una armadura yacían ante mis ojos.

Me encontraba en la cámara del tesoro del Reino. Me habían concedido un permiso especial para ver estos artefactos en una sala de inspección independiente.

—Son impresionantes —murmuré.

—Lo son, ¿verdad? —dijo orgullosa la administradora, con la cabeza bien alta, como si los hubiera hecho con sus propias manos—. Lo que las hace tan raras es que son un conjunto a juego—el único que existe.

Las dos piezas compartían un diseño común con una cabeza de dragón como punto central. Era innegable que formaban un conjunto, tal y como había dicho la administradora.

Que yo supiera, no había otros ejemplares en su portafolio en los que una espada y una armadura se hubieran forjado juntas. Los artefactos que tenía ante mí eran tan raros como las Boleadoras de Mithril del Matadragones, la reliquia transmitida de generación en generación.

Las piezas eran lujosas en comparación con sus otras obras. Había forjado otras piezas embellecidas, las más extravagantes de las cuales eran las Espadas Duales—cuyo flujo azul era el punto central del diseño—que había blandido la mercenaria Ataque Relámpago. Aun así, esas espadas no tenían nada que envidiar al conjunto que tenía ante mí. Lo que significaba…

—¿Podría ser que estuvieran hechas para ser puramente ornamentales? —pregunté.

Se llevó una mano a la barbilla, pensativa.

—La espada se usó una vez en el pasado para probar el filo de la hoja. Hay constancia de ello.

—¿De verdad?

—Sí —respondió con una pequeña sonrisa, con la mano aún apoyada en su delgado rostro—. Está escrito que la espada atravesó un pilar de hierro tan ancho como el pecho de un hombre sin hacer ruido.

No me sorprendió su respuesta; sabía perfectamente que la insonoridad era prácticamente una marca registrada de su obra. Las pocas obras maestras que le quedaban ostentaban filos iguales o superiores—como norma no escrita—a la espada que era la mitad de la Díada del Dragón, y existían varios registros que daban fe del fenómeno. Había supuesto que el conjunto que tenía ante mí era único porque eran los únicos objetos decorativos que había forjado, pero parecía que no era así.

—Lo que estás diciendo es que utilizó los restos de un dragón como materia prima—una hazaña que se dice imposible—y forjó algo que va mucho más allá de la simple funcionalidad.

—Así es —respondió ella.

—¿Y los registros de sus técnicas…?

—No existen —respondió tajante la administradora—. Éstos fueron los únicos objetos que fabricó. Parece que su objetivo principal era resolver el problema técnico de forjar con partes del cuerpo de un dragón.

Mis ojos se abrieron de par en par.

—Oh, ¿en serio?

Resultaba difícil, de la nada, tragarse el concepto de que una tecnología tan inédita se hubiera desarrollado simplemente como un experimento…y que esa técnica hubiera desaparecido sin dejar rastro. A pesar de ello, tras haber perseguido su sombra durante tanto tiempo, sentí una extraña especie de confianza hacia sus palabras. Efectivamente, aquello formaba parte de su Modus Operandi.

Pasé del tema y volví a hablar.

—Disculpe, pero hay algo más que me gustaría verificar.

—Ah, eso —respondió sin dudar—. Por supuesto.

La administradora retiró hábilmente las incrustaciones alrededor del ojo de los dragones, tanto en la espada como en la armadura, para revelar lo que parecían pequeñas cavidades. Pero, al examinarlas más de cerca, pude ver las curvas y los huecos de la superficie. Inclinó los artefactos para facilitarme la visión, dejando al descubierto la verdadera naturaleza de las marcas ocultas.

Allí estaban tallados dos relieves gemelos del gato regordete sentando. En otras palabras, ambos eran productos genuinos de Forja Eizo.

—Son obras suyas, no cabe duda —concluí en voz alta.

—Sí. Causó un gran revuelo cuando vino en persona a presentarlos. Es impensable que sean falsificaciones —una vez más, su voz se tiñó de orgullo.

—¿Su visita también fue grabada?

—Oh, no, no como tal. Sin embargo…

—Continúe —insistí.

La administradora se aclaró la garganta.

—Los llevó al domicilio de mi familia.

—¿Qué?

—La historia es una leyenda en la familia Schurter —dijo—. Se lo oí relatar a mi abuela con mis propios oídos, y ella lo oyó de su madre—mi bisabuela.

Ladeé la cabeza.

—Schurter… Bisabuela… —el nombre me sonaba familiar—. ¡Oh! ¿Puede significar…? —di una palmada—. ¡El Demonio de la Ley!

La administradora sonrió a pesar del inquietante apodo.

—Sí, es ella. Frederica Schurter —confirmó.

El Demonio de la Ley tenía fama de poseer un conocimiento exhaustivo de las leyes y reglamentos, que había aprovechado para proteger a la gente hasta el límite de su poder. Para su familia, Eizo había concedido un conjunto, se puede decir, único de su trabajo.

Para mí, la historia de la administradora era un hilo conductor, uno que formaba una conexión importante en mi cabeza.