Kajiya De Hajimeru (NL)

Volumen 5

Capítulo 3: Hora Del Picnic

Parte 2

 

 

—¡¿En serio?! —exclamé.

Lidy asintió.

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En mi vida anterior, a menudo había sufrido dolores de cabeza tensionales (un riesgo ocupacional del trabajo de escritorio junto con los hombros rígidos). Sentía envidia de que tuviera una habilidad tan útil.

—Pero mis poderes son limitados… —continuó.

Lidy no podía curar dolencias graves por sí sola. Entonces era cuando el champiñón y otras hierbas medicinales resultaban útiles. En otras palabras, después de la magia venía la medicina.

—En la capital hay sanadores que pueden tratar dolores de cabeza y de estómago —añadió Diana—, pero sus honorarios son caros.

Como era de esperarse de la capital.

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—¿Cuánto cuestan? —pregunté.

—¿Por un dolor de cabeza? ¿Tal vez una de oro?

Dejé escapar una risa irónica.

—Sip, costaría caro.

Eso era más de lo que recibíamos por cada entrega. El precio posiblemente valía la pena para un dolor de cabeza muy fuerte, pero no llamarías a ese tipo de sanador habitualmente. Era excesivamente caro, incluso para los nobles con sanadores en la residencia.

—Y por eso normalmente se usaría una hierba o algo así —concluyó Diana.

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—Tiene mucho sentido.


Casi inmediatamente después de venir a este mundo, había podido encontrar algunas hierbas para aliviar la fiebre. Si era tan fácil conseguir hierbas eficaces, sin duda eran la opción terapéutica más barata.

Parecía que los sanadores de este mundo eran un híbrido de magos y herboristas.

—P-Por allí —soltó Lidy antes de salir corriendo de nuevo. Su objetivo esta vez no era una especie de hongo que crecía junto a la hiedra, sino un grupo de plantas frondosas—. Esta hierba es eficaz contra el dolor de estómago —dijo, arrancando las hojas con cuidado.

La hierba que me mostró era ligeramente roja. No había visto ninguna en los alrededores de la cabaña.

Valió la pena alejarse más hoy.

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—¿Podemos cultivarlo en nuestro jardín? —le pregunté.

—Creo que sí —respondió ella.

—Entonces, ¿nos llevamos dos puñados?

—Sí —dijo con una pequeña inclinación de cabeza.

Saqué un poco de tela vieja y cordel del saco con nuestros artículos diversos. Sólo era una hierba, pero me daría pena no llevarla a casa con el debido cuidado.

Rike, Samya, Helen y yo utilizamos nuestros cuchillos para desenterrar las plantas. Las envolvimos suavemente con la tela, aseguramos los manojos con cordel y los colgamos del cuello de Krul.

—El botín de guerra —dije.

Kuuu —respondió Krul, retorciéndose feliz.

Por un momento temí que se le cayeran las hierbas, pero mis temores eran infundados. Sus sacudidas no hicieron que los manojos se deshicieran ni que se cayeran las hojas. En ese caso, supuse que no tendría que preocuparme de que las hierbas desaparecieran mientras no prestábamos atención, incluso una vez que Krul empezara a caminar.

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Los dos agujeros donde habíamos cavado las hierbas eran como trampas naturales. Un animal con prisa (o un bestial o un humano) bien podría tropezar con ellos, así que los rellenamos por precaución. De lo contrario, no habría podido dormir tranquilo.

Continuamos nuestro tranquilo paseo por el bosque con el canto de los pájaros y el susurro del viento, charlando sin parar de cualquier tontería. Parecía que íbamos de picnic o de aventura, un ambiente que avivaba las brasas de mi lado masculino.

Ni que decir tiene que nuestra realidad distaba mucho de ser idílica; estábamos paseando por territorio peligroso.

Pero teníamos a Samya, que era una veterana cazadora de este bosque, a Lidy, que dominaba la flora de este mundo, y a Helen, que era el motor de nuestra ofensiva. Tampoco me quedaba atrás en el campo de batalla. Por lo tanto, fuimos atraídos a una falsa sensación de seguridad.

Así es.

Falsa.

De repente, Samya se paró en seco, con expresión cautelosa. ¿Notó el ambiente enervado o intuyó que nuestra relajación había izado la bandera prohibida?

Krul también se detuvo, girando la cabeza de un lado a otro. El hecho de que ambas se detuvieran al mismo tiempo con la misma expresión de cautela era señal de que algo peligroso se dirigía hacia nosotros.

Las demás se dieron cuenta enseguida de la tensión que reinaba. Todos levantamos y preparamos rápidamente nuestras armas.

Las pupilas de los ojos dorados de Samya se habían reducido a punta, lo que era prueba de su temor. Apuntó una flecha mientras decía:

—Hay un oso negro que se dirige hacia nosotros. Siento no haberme dado cuenta antes, Eizo. Estamos en dirección contraria al viento.

Si Samya no se había dado cuenta de que nuestro visitante no deseado no era humano, entonces nadie más lo habría hecho tampoco, y esa era exactamente la razón por la que se estaba disculpando.

—No te preocupes por eso —respondí, dejándolo así.

Krul se había girado en la misma dirección que Samya.

—Tú también lo intuyes, ¿verdad, chica? —le pregunté.

Kyuuu —gimoteó, inusualmente nerviosa.

En el peor de los casos, conseguiré que huya sola. Los dracos vivían de la energía mágica, así que estaría bien en este bosque.

—¿Deberíamos dispararle desde aquí? —Samya sugirió.

—No, se esconde en la espesura —respondí—. Mejor no.

Había poca maleza donde estábamos situados, pero en la dirección hacia donde miraban Samya y Krul crecían arbustos bajos que dificultaban la visión.

Helen y yo tomamos la vanguardia. Rike nos seguía detrás con su lanza. Diana, Lidy y Samya formaban la retaguardia.

—¿Crees que podremos derribarlo nosotros dos? —le pregunté a Helen.

—Nunca he luchado contra un oso —respondió.

—Yo sí —dije.

—No me digas… —su voz estaba teñida de exasperación.

La última vez, había blandido una lanza; esta vez, sólo iba armado con una espada corta. Lamenté no haber traído la espada larga.





Pensé en cambiar de arma con Rike, pero le había dado la lanza para compensar su limitado alcance. Quitársela frustraría ese propósito.

Se oyó un crujido procedente de los arbustos y percibí el característico hedor de las bestias salvajes. El aire olía a sangre.

Puede que sólo fuera capaz de captar un rastro de la presencia del oso, pero los sentidos de Samya debían de estar enloquecidos. Por desgracia, no pude girarme para ver su expresión.

Nuestra tensión se extendió a los alrededores. Por un momento, el bosque pareció enmudecer por completo. Desde las aves hasta los insectos, todos los seres vivos contenían la respiración. Era como si el tiempo se hubiera detenido.

Entonces, de entre la espesura, saltó una masa enorme.

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Pensé que iba a atacarnos, pero se levantó sobre sus patas traseras y nos miró fijamente, probablemente para intimidarnos.


Helen y yo no íbamos a dejar pasar ese momento de quietud. No habíamos discutido nuestro plan de antemano, pero nos dividimos para flanquearlo.

El oso se tambaleó un segundo, pero enseguida se recuperó y me apuntó a mí, que había aparecido a su derecha. ¿Era ése su lado dominante? Me lanzó un zarpazo gigante.

Me vino a la mente mi último enfrentamiento con un oso, pero ahuyenté esos pensamientos para centrarme en esquivar el ataque y matar a la bestia que tenía delante.

En el instante en que me enfrentaba al oso, Helen acortó distancias. Blandió sus espadas duales y, con un gruñido, las hizo caer sobre el oso. Al igual que cuando probó las espadas, dos rayos azules siguieron sus movimientos.

Tras el relámpago, el brazo izquierdo del oso cayó al suelo. En una impresionante demostración de su destreza, Helen se lo había cortado de un solo tajo.

—¡GROOOAAARRR! —bramó el oso.

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Habría sido ideal que hubiera dado media vuelta para huir, pero sus ojos ardían de rabia. Se giró hacia Helen con una velocidad que no correspondía a su corpulento cuerpo.

Pero antes de que pudiera hacer algo, tres flechas se hundieron en su carne. Las tres llevaban mis puntas de flecha personalizadas. Las flechas, que ni siquiera la armadura metálica debería haber sido capaz de detener, atravesaron la piel del oso con facilidad.

El oso rugió de nuevo y giró para mirar en la dirección de la que procedían las flechas.

Una segunda ráfaga azul atravesó el aire. Como relámpagos, las espadas cortas de Helen atravesaron el cuello del oso.

Un instante después, el cuerpo sin cabeza del oso se balanceó y cayó al suelo.

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