Kajiya De Hajimeru (NL)

Volumen 3

Capítulo 4: ¡Desplieguen Las Tropas! Aquí Hay Monstruos…

Parte 2

 

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—Cuídate —dijo Diana.

—Lo haré —respondí.

—No te olvides de hidratarte —me aconsejó Rike.

—Por supuesto.

Por último, habló Samya.

—Vuelve a casa sano y salvo.

—Lo prometo —dije—. Ittekimasu .

Me voy. Nos veremos pronto.

Nos reuniríamos pronto, así que no era momento para la palabra “adiós”.

En eso, subí al carro de Camilo. Mientras reanudábamos el viaje, me di la vuelta y agité la mano para despedir a los demás. Los observé hasta que desaparecieron en el bosque.

 

Los caballos galoparon hacia la capital llenos de ánimo y energía. La última vez que había cabalgado con Camilo, regresábamos de la capital después del asunto de la familia Eimoor. Aquella vez no habíamos traído mucho equipaje, así que sólo había un caballo tirando del carro.

Esta vez, eran dos los caballos enganchados y tirando, y debido a su número extra de pezuñas, daba la sensación de que íbamos prácticamente volando por la carretera. Nuestra velocidad hizo que el paisaje que pasaba a nuestro lado me pareciera más emocionante, aunque ya lo conocía de la última vez que habíamos pasado por allí.

Poco después, llegamos ante las murallas de la capital—que yo creía que nunca volvería a ver. A la distancia, pude ver la cadena montañosa que rodeaba la capital como una segunda muralla. Cuando entramos en la ciudad, me fijé en lo que me rodeaba.

Hacía tiempo que no pasaba por aquí, así que volví a sorprenderme por la cantidad de ruido y movimiento. Al igual que la última vez, pronto nos vimos envueltos en una multitud enorme y diversa que estaba a un nivel diferente al de nuestra “ciudad natal”.

En nuestra ciudad natal, los enanos, los Malito (una raza aún más pequeña que los enanos) y los Bestiales eran habituales, pero aquí, en la capital, también vi hombres lagartos e incluso algunos miembros de una raza que era el doble de alta que el humano promedio.

Cuando pregunté, Camilo me dijo que eran gigantes. Según él, los gigantes también eran raros en la capital, pero no desconocidos.

Los elfos aparecían de vez en cuando tanto en nuestra ciudad como en la capital. Sin embargo, Lidy me había contado que necesitaban reponer con frecuencia sus reservas mágicas, por lo que normalmente se quedaban en regiones ricas en esencia mágica, que ni nuestra ciudad natal ni la capital podían considerarse como tales.

Las distintas razas se mezclaban en las calles de la capital. No sabía cómo era en otras metrópolis, pero a nadie parecía importarle caminar entre razas diferentes a la suya.

Las posadas y tabernas probablemente tenían que pensar en la logística, como asegurar el tamaño adecuado de camas y sillas, pero eso era un problema menor en el gran esquema de las cosas. La gente podía ir y venir libremente por la ciudad sin dudar de cómo sería recibida su raza.

La tecnología aquí era menos avanzada que en la Tierra, pero en términos de diversidad, este mundo era bastante progresista.

Avanzamos por la calle principal en dirección a las murallas interiores de la capital. Eran las murallas exteriores cuando se fundó la capital, pero la civilización se había extendido más allá de sus límites. Eran antiguas, pero se habían reforzado con el paso de los años.

De este modo, la capital tenía un trazado similar al de la ciudad que frecuentábamos, aunque las murallas exteriores de nuestra ciudad natal no eran más que una muralla de madera por el momento. Si esa muralla de madera se remodelara para convertirla en una muralla propiamente dicha, los dos lugares serían casi idénticos.

Los guardias de la puerta nos dejaron pasar fácilmente. Camilo probablemente les mostró la ficha de madera que probaba que estaba asociado con la familia Eimoor.

Dentro del casco antiguo de la capital, las calles estaban empedradas. Aquí reinaba la paz—el ruido y el bullicio de la multitud más allá de las murallas interiores parecían estar a un mundo de distancia. El centro de la ciudad no carecía de vida—pero sí de una energía más ordenada.

Los caballos avanzaron con paso firme por el camino hasta que llegamos a una plaza llena de carpas.

Debía de tratarse de un campamento militar temporal—ya que los soldados reunidos probablemente no estarían estacionados aquí de forma permanente.

Cuando nos detuvimos, me bajé del carruaje.

—Aquí te dejo —me dijo Camilo. Me tendió una hoja de papel—. Toma, llévate esto.

Hojeé el documento. Decía que había venido aquí a instancias de la familia Eimoor y que yo era el herrero solicitado para la campaña. Debía mostrar el mensaje a lo que fuera que constituyera el mostrador de recepción.

—Gracias. Te debo una.

—No te preocupes —Camilo agitó la mano y dio la vuelta al carro.

Marius debía estar en algún lugar del campamento, pero no sentí ninguna necesidad de buscarlo inmediatamente. No era como si yo fuera su estratega jefe, así que no había necesidad de que lo acompañara todo el tiempo. Más bien quería conocer a los miembros del cuerpo de transporte con los que viajaría.

Mostré el documento a un soldado del campamento, que lo hojeó antes de llamar a otro. El segundo soldado miró el documento y dijo:

—Espere aquí un momento, señor.

Atribuí su actitud cortés al hecho de que me había invitado directamente el conde Eimoor…especialmente porque mi aspecto no era nada impresionante; no era más que un hombre corriente de mediana edad.

El segundo soldado se marchó, dejándome con el hombre con el que había hablado primero.

—¿Te unirás a la campaña? —le pregunté al joven soldado.

—Sí —respondió con expresión inquieta—. Voy a escoltar el equipo de suministros.

Debía de ser un recluta nuevo. Había hablado con él sin pensar, pero tal vez no debería haberlo hecho. ¿Se supone que no debe responder a este tipo de preguntas? Bueno, en el momento en que abrí la boca metí la pata—mejor seguir adelante.

—Seguro que lo has leído antes en el documento —continué—, pero yo también estaré en el equipo de suministros. Mi trabajo aquí es reparar el armamento y la armadura. Soy Eizo —si estaba escoltando al grupo, iba a verle por aquí, así que pensé que era mejor presentarme.

—Me llamo Delmotte —respondió el hombre—. Es un placer conocerle —se inclinó con elegancia, lo que me hizo pensar que podría haber sido el segundo o tercer hijo de una familia noble.

Quizá debería haberle dado también mi apellido…

Seguimos charlando relajadamente. Delmotte parecía tener la impresión de que yo era alguien importante a pesar de mi aspecto desaliñado. Los artesanos contratados por la nobleza solían considerarse de rango relativamente alto, aunque no tanto como los propios nobles.

En mi caso, no fui contratado oficialmente por los Eimoor. Puede que fuera uno de los favoritos de la familia, pero mi posición no difería de la de un proveedor normal.

Además, no quería que me concedieran un rango; los títulos suelen conllevar toda una serie de molestas obligaciones sociales. Prefería pasar mi tiempo libre ideando y forjando nuevas clases de armas.

Delmotte me contó que Marius cenaba y dormía con el resto de la tripulación. Por lo visto, cuando Marius se emborrachaba, tenía la costumbre de hablar de los viejos tiempos, cuando había empezado como un soldado de infantería como los demás. Delmotte se río al recordar las anécdotas.

Parecía que Marius no tenía problemas para ganarse el corazón de sus hombres.

 

Al cabo de un rato, volvió el segundo soldado.

—El comandante solicita su presencia.

—Entonces me dirigiré allí inmediatamente —respondí.

Dios quiera que Su Señoría no venga en persona a recibirme aquí, a la entrada del campamento. Si lo hubiera hecho, los rumores sobre mí y mi identidad habrían corrido como la pólvora. No obstante, no sabía adónde ir, así que uno de los soldados me escoltó hasta una carpa más lujosa que el resto.

—Comandante, lo he traído —anunció el soldado cuando estuvimos en la entrada de la carpa.

—Por favor, hágale pasar —llamó Marius desde el interior. Su voz provocó en mí una oleada de nostalgia.

Entré y vi dos caras conocidas. Una de ellas pertenecía a Marius—sin sorpresas—y la otra persona era el guardia, amigo de Marius, que solía estar de guardia en la entrada de nuestra ciudad natal. Ambos vestían ropas ornamentadas y ambos llevaban una de mis espadas de élite sujetas a la cintura. Los tres estábamos solos en la carpa.

—Gracias por venir con tan poca antelación, Eizo —dijo Marius, extendiendo su mano derecha.

La estreché con firmeza y sonreí.

—Gracias por brindarme una oportunidad tan lucrativa —respondí sin la formalidad que normalmente se debe a un conde; no había nadie más, así que supuse que Marius debía de haber explicado algo de nuestra historia a su compañero de guardia (aunque quizá no el hecho de que yo había forjado una falsificación para sustituir la espada reliquia de su familia).

Me dirigí al guardia y le dije:

—Me alegra ver que te encuentras bien.

—Sí, ha pasado tiempo, ¿verdad? —dijo, y también nos dimos la mano.

—Permíteme presentarme formalmente. Me llamo Eizo, y como seguro que ya sabes, trabajo como herrero.

—Me llamo Leroy. Estoy aquí como ayudante de Marius. Un placer —dijo—. Y relájate. No hay necesidad de ser ceremonioso conmigo. Aquí todos somos amigos.

—Si insistes —dije con una sonrisa.

Ya nos conocíamos de antes, así que estábamos acostumbrados a actuar sin los adornos del rango. Con la bendición de Leroy, abandoné por completo toda pretensión de formalidad.

Luego me dirigí a Marius.

—Mi trabajo principal aquí es la reparación, ¿correcto?

—Sí, así es —confirmó—. No tendrás mucho que hacer mientras estemos de camino, pero una vez que lleguemos, tu función será reparar las armas y armaduras que hayan sufrido daños.

—¿Y la compensación?

En lugar de Marius, Leroy respondió:

—Recibirás la tarifa diaria de los soldados de infantería junto con una comisión por cada objeto que repares. Y por supuesto, cubriremos todas tus comidas durante la campaña.

—No está mal.

No está nada mal.

Por supuesto, no tenía sentido unirse a una campaña militar si la compensación no iba a ser superior a lo que ganaba regularmente. Eso era cierto independientemente de a quién hubiera elegido Marius para el trabajo. La única diferencia era la rapidez con la que trabajaba—por eso, no sería impensable que mi comisión por artículo fuera superior a la de un herrero promedio.

—¿Cómo se calculará la comisión total?

—Lo calculará la funcionaria civil asignada al equipo de suministros. Ella es responsable de la logística relativa a los gastos —respondió Marius.

—De acuerdo. Entendido. Entonces, ¿cuándo partimos?

—Terminamos el régimen de entrenamiento ayer y hoy es día de descanso, así que partiremos mañana.

—Lo tengo.

Debe ser por eso que no he oído ningún sonido de sparring o ejercicios.

Había confirmado todo lo que necesitaba, así que no me quedaba más que esperar la partida.

Marius llamó a un soldado, y me acompañaron a la carpa que compartiría con otro personal del equipo de suministros. Me sentí agradecido y humilde al ser escoltado.

 

La carpa reservada para el equipo de suministros era grande. Cerca había carros y caballos, y un poco más lejos había un fogón y una estufa de los que salía vapor.

Di las gracias a mi guía y me dirigí hacia el fuego. Un hombre corpulento y barbudo de mediana edad trabajaba alrededor de una olla, junto con dos hombres más jóvenes.

Me preocupaba molestarles, pero aun así los llamé al acercarme.

—¡Hola! Soy Eizo. Trabajo como herrero y me han invitado a unirme al equipo de suministros en esta campaña.

El hombre mayor alzo la voz, y su voz retumbó lo bastante fuerte como para hacer temblar el suelo.

—¡Bienvenidos! Soy el cocinero jefe, Sandro. Ellos son Martin y Boris. Cocinaremos todas las comidas aquí.

El más alto de los dos jóvenes era Martin, y el más bajo, Boris. Me saludaron cordialmente mientras seguían removiendo la olla. Me había preocupado en vano.

Saludé al trío.

—¡El hombre de allí es el encargado, Matthias! —continuó Sandro.

—¡Entendido! ¡Gracias! —bramé con todas mis fuerzas para tratar de igualar el volumen de Sandro. Luego me volví hacia la zona de los establos, donde había varios caballos atados. Los caballos se agitaban, pataleaban y arañaban el suelo. Un hombre alto deambulaba entre ellos.

Le hice un gesto con la mano—no quería asustar a los caballos gritando—para llamar su atención. Empezó a zigzaguear hacia mí, sin prisa.

—Siento interrumpir su trabajo, pero quería presentarme. Soy herrero de profesión y me han pedido que me una al equipo de suministros. Me llamo Eizo.

—Gracias por su cortesía. No interrumpes en absoluto—Sólo estoy comprobando el estado de los caballos —respondió—. Soy Matthias. Estoy a cargo de los caballos.

Matthias era alto y bastante guapo. Hablaba con un acento lento que le daba un aire relajado y pausado.

—¿Son estos los caballos de los caballeros? —pregunté.

—No, hay caballos especiales para los caballeros.

—Ya veo, ya veo.

Era obvio ahora que lo había señalado. Una variedad de especialistas habrían sido empleados para servir a los rangos más altos.

No habría sido extraño que Marius tuviera un cocinero y un herrero dedicados a sus propias necesidades. Sin embargo, a pesar de su condición de tercer hijo de una familia condal, también había pasado un tiempo como guardia de la ciudad, por lo que Marius prefería recibir el mismo trato que sus hombres.

Se había comprometido a traer el mínimo de personal privado—algunos ayudantes personales y un cuidador para su corcel—para mantener las apariencias.

—¿Está el oficial de logística en la carpa? —le pregunté a Matthias.

—Desgraciadamente, no. Ha vuelto a casa por hoy —respondió.

—¿En serio?

—Sí. A diferencia de los soldados y de mí, ella no tiene ninguna razón para quedarse aquí antes de partir.

—¿Entonces no podré conocerla hasta mañana?

—Así es.

Di las gracias con la cabeza, me despedí de Matthias y entré en la carpa. Era grande, pero no había nadie dentro. Salvo algunos objetos aquí y allá, también estaba vacía de pertenencias. Como la tropa se disponía a partir mañana, supuse que ya lo habían cargado todo en los carruajes.

Dejé la maleta y me acosté. Mis caderas y mi trasero notaban los efectos del largo y accidentado viaje hasta aquí. Sabía que cabalgaríamos durante los próximos tres días y, aunque mi cuerpo hubiera retrocedido diez años, aún tenía que prepararme mentalmente para el viaje.

Como no tenía nada que hacer, maté el tiempo tallando un trozo de madera con mi cuchillo. La artesanía apenas entraba en la definición de producción, así que mis trampas me estaban ayudando. Al cabo de una hora, había tallado una figura decente de una diosa. La coloqué sobre mis pertenencias y recé por el éxito de la expedición.

Finalmente, llegó la hora de cenar y los soldados empezaron a reunirse alrededor de la carpa, charlando enérgicamente. Todos llevaban un cuenco en la mano y formaban una fila. Agarré un cuenco de madera que me había dado Boris y me uní a ellos.

Cuando me acerqué, vi a Sandro y Martin sirviendo sopa y repartiendo pan. La fila avanzaba rápidamente y pronto llegó mi turno.

—¡Nos volvemos a encontrar! —rugió Sandro. Me llenó el cuenco hasta arriba—. ¡Come, come!

—¡Gracias! —sonreí y acepté la sopa y el pan.

A partir del desayuno de mañana, cambiaríamos al pan duro, pero el de hoy era blando y masticable. Era el último pan blando que comería en mucho tiempo.

Me acerqué a los soldados que estaban sentados, elegí un sitio al azar y empecé a comer. La comida no era asombrosa, pero sí agradable. La sopa era parecida a la que preparaba en casa, pero los ingredientes eran de mejor calidad, lo que afectaba al sabor.

Pero, teniendo en cuenta el limitado acceso a los ingredientes, me impresionó lo bien que sabía la sopa. Un buen número de soldados debían de pensar que unirse a la campaña había merecido la pena si la comida era así de sabrosa.

A partir de mañana, mientras estuviéramos de viaje, comeríamos dos veces al día, una de ellas durante el descanso del mediodía. En lugar de sopa, comeríamos pan con carne guisada en salsa, lo que reduciría el trabajo. Preparar el fuego y los fogones era laborioso, por no hablar de lavar todos los cuencos y cubiertos.

Cuando terminé de comer, devolví los platos.

Boris se encargaba de recoger la vajilla. Era un hombre bajo pero corpulento, con una presencia intimidante; si me lo hubiera encontrado en el camino a nuestra ciudad natal, lo habría considerado una amenaza.

Le entregué mi cuenco y le dije:

—Gracias por tu duro trabajo.

—De nada. Es nuestro trabajo —respondió con una sonrisa—. La campaña de hace dos años fue mucho más agotadora.

—Bueno, entonces nos vemos en la carpa —le dije antes de retirarme.

El sol se puso. Todos se fueron a dormir excepto los pocos que estaban de guardia. Nadie del equipo de suministros estaba asignado a patrullas porque todos teníamos funciones especializadas, así que todos nos fuimos directamente a dormir, incluido yo. Yo dormía junto a Sandro y Matthias—que habían vuelto a la carpa una vez terminado su trabajo.

Gracias a Dios que puedo dormirme en cualquier sitio.

 

◇ ◇ ◇

 

Al día siguiente, nos lavamos rápidamente y desayunamos la sopa de ayer con pan duro. Era mejor mojar el pan en la sopa para que absorbiera el sabor y se ablandara, pero aún estaba lo bastante blando como para partirlo sin mojarlo. Probablemente no hacía tanto tiempo que lo habían horneado.

Lo devoré todo. Recordé las experiencias traumáticas de mi vida laboral en la Tierra, cuando estaba inundado de proyectos y tenía poco tiempo para comer. La experiencia me resultó útil en momentos como éste, aunque hubiera preferido no tener esos recuerdos.

Después de desayunar, desmontamos la carpa y cargamos las piezas en un carro de la forma más eficiente que pudimos. Una docena de soldados vinieron a ayudarnos y tardamos menos de una hora en empaquetarlo todo.

Mientras tanto, Matthias enganchó todos los caballos. Los soldados conducirían los carruajes, así que Sandro, los demás y yo subimos al carruaje asignado al equipo de suministros.

Poco antes de que partiéramos, una jovencita se subió a nuestro transporte. Ayer no había visto a esta recién llegada por el campamento.

—Ph-Phew, L-Lo hice a tiempo —tartamudeó. Estaba sin aliento, así que supuse que había corrido a toda velocidad para llegar. Me alegré por ella de que no se hubiera perdido la salida.

A mi lado, Matthias murmuró:

—Es la elegida.

Él y yo no habíamos intercambiado mucha charla, pero ya tenía la sensación de que Matthias era un hombre de pocas palabras una vez que sabía cómo era. Al parecer, prefería un estilo de comunicación directo y brusco. De su breve declaración deduje que quería decir: “Es la funcionaria encargada de la logística que estabas buscando”, pero había recortado todas las partes importantes.

Bueno, da igual. Entendí el mensaje, así que eso es lo importante.

Me acerqué a la mujer, que seguía jadeando.

—¿Se encuentra bien? ¿Quieres agua? —le tendí mi cantimplora.

—Oh, sí, por favor —la agarró y bebió unos sorbos.

Cuando recuperó el aliento, me presenté.

—Soy Eizo. Me han invitado como herrero a unirme al equipo de suministros. Es un placer conocerte.

—El placer es todo mío —dijo ella a su vez—. Soy responsable de la logística de suministros de esta expedición. Me llamo Frederica Schurter. ¿Es usted el herrero encargado de las reparaciones?

—Sí, para eso me contrataron.

—Todas las armas y armaduras que necesiten reparaciones me serán comunicadas a mí primero, y yo te enviaré a ti cualquier solicitud —explicó—. Así podrás concentrarte en tu trabajo y no en la logística.

—Comprendo.

Deduje que Frederica haría de intermediaria y filtraría las solicitudes. Me pagarían más si me ocupara de todas las solicitudes, aunque fueran de poca importancia, pero eso supondría una carga para las finanzas de la campaña. Además, acabaría estresándome si todas mis tareas fueran trabajo sucio, así que agradecí que rechazara todo lo que no requiriera mis habilidades.

Una vez reunidos todos, partimos y los caballos avanzaron lentamente.

La caravana recorrió la calle principal de la capital en dirección a las puertas exteriores. La procesión tenía algo de ostentación y solemnidad, pero la razón principal de que atravesáramos las calles principales era que las carrozas eran demasiado grandes para caber por las calles laterales.

Cuando eché un vistazo al exterior, la multitud, tan diversa como siempre, se alineaba a lo largo de las calles para despedirnos. El ambiente era ambivalente—no había ni admiración ni reproche en las miradas de los espectadores. Esperaba que volviéramos entre aplausos atronadores.

Una vez que salimos por las puertas, giramos en una dirección que nos alejaba de la carretera habitual hacia la capital. El trayecto fue accidentado y lleno de baches. Matthias, Martin y Boris eran jóvenes y corpulentos, pero Sandro y yo refunfuñamos todo el camino, doliéndonos nuestros viejos huesos con cada sacudida.

La señorita Frederica también se quejaba de que empezaba a dolerle el trasero, pero no pregunté más. No sabía nada de este mundo, pero en la Tierra, ese tema de conversación habría estado bordeando los límites del acoso sexual.

Tal vez intente encontrar un cojín para ella…

 

Hicimos un descanso a media mañana, cuando el sol aún no había llegado a su cumbre. Todos bajamos del carruaje ansiosos por estirarnos y relajarnos, y mi columna crujió al flexionar los músculos. El viaje había sido duro.

Había un río cerca, así que nos turnamos para rellenar nuestras cantimploras. Los soldados se acercaron a las orillas del río para rellenar también sus reservas de agua, y varias personas bajaron río abajo para lavarse la cara.

Vi a Marius y a Leroy río abajo. El armazón del carruaje de Marius estaba suspendido por cadenas en lugar de descansar sobre los ejes (como un sistema de suspensión que amortigua el movimiento), pero el viaje debió de ser duro para ellos también.

Me masajeé bien las caderas y la zona lumbar. Si los carros hubieran tenido ballestas, el viaje habría sido más suave.

Por favor, Camilo, cuento contigo. Haz que los sistemas de suspensión sean generalizados.

Volví al carro dispuesto a tomar un bocadillo, así que corté un trozo de la carne seca que llevaba en la mochila. Como hoy no iba a hacer ningún trabajo físico, la carne seca sería suficiente para calmar mi estómago vacío hasta la cena. Otras personas reunidas alrededor de los carruajes también estaban comiendo sus propios bocadillos.

La señorita Frederica, en cambio, no comía nada. En su lugar, hojeaba un catálogo de nuestro inventario.

—¿No vas a comer nada? —le pregunté—. Es fácil tener náuseas con el estómago vacío, así que es mejor que comas algo. No podrás pensar cuando estés hambrienta.

—Olvidé traer algo —contestó ella con indiferencia.

—¿Es tu primera vez en una campaña como ésta?

—Sí. Mi trabajo suele consistir en calcular el repartimiento de los impuestos recaudados.

Lo que significaba…que su trabajo era cien por cien de oficina. Aún era joven, así que supongo que no sabía lo suficiente como para que le importara.

Corté una porción de la carne seca y se la ofrecí a La señorita Frederica.

—Los jóvenes tienen que comer.

—No, no puedo aceptarlo. Estropeará el cálculo de tus gastos —dijo ella.

—Ya he cortado el trozo, y he traído de sobra. Tómalo —insistí.

La señorita Frederica seguía dudando, pero redoblé mis esfuerzos para que comiera y finalmente cedió. Se llevó la carne a la boca y dio un mordisco tentativo, masticando despacio. Su comportamiento me recordó al de una ardilla comiendo una nuez. Sus ojos se abrieron poco a poco mientras masticaba.

—¡No sabía que la carne seca fuera tan deliciosa! —exclamó.

Sonreí ante su cara de asombro.

—Es una especialidad casera de la Forja Eizo —presumí.

La carne seca estaba sazonada con sal y pimienta, y era un corte de auténtico ciervo del Bosque Oscuro de primera calidad. Podría haber alcanzado un buen precio en el mercado, pero no pensaba venderla; éramos una herrería, no una carnicería.

 

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Observé a La señorita Frederica masticando alegremente la carne seca mientras yo terminaba mi propio bocado.

Reanudamos el viaje apenas una hora más tarde y todos subieron de nuevo a sus carruajes. Subí al carruaje con el ánimo pesado, pero no tuve más remedio que soportar el desagradable viaje hasta la noche.

Ahora que ya habíamos viajado juntos durante medio día, todos habíamos superado la tensión y los nervios iniciales, por lo que hablábamos con más libertad. Un tema popular de discusión era el trabajo de cada uno y sus especialidades.

El Maestro Sandro y su equipo normalmente dirigían un importante restaurante de la capital. Con una sonrisa, dijeron que, si les visitaba en su tienda, podrían darme comida mucho más sabrosa. Les pregunté si podían permitirse cerrar durante una semana, y me respondieron que habían pedido ayuda prestada a otros cafés. Al parecer, eran populares en su país.

Matthias trabajaba en la finca de Eimoor como encargado de los establos. Normalmente estaba a cargo del corcel personal de Marius, pero para esta campaña, el jefe de Matthias, un anciano encanecido, estaba unido a Marius en su lugar. Matthias explicó con su habitual acento que este arreglo era lógico, ya que su jefe había estado trabajando mucho antes de que Matthias fuera contratado.

Frederica, como había dicho antes, trabajaba con impuestos en su día a día. No recaudaba impuestos, sino que se encargaba de tramitarlos, fuera lo que fuera que eso conllevara. Como había supuesto, era cien por ciento trabajo de oficina.

Cuando se idearon los planes para someter a los monstruos, sus superiores le ordenaron que se uniera a las tropas. Según la cadena de mando, técnicamente dependía de Marius, pero en la práctica era empleada del reino.

El reino proporcionaba los suministros para la expedición y, dado que había que desembolsar los gastos del reino, era un conflicto de intereses que el oficial al mando (Marius) supervisara el proceso.

Les dije a los demás que dirigía mi forja en un lugar remoto y que vendía mis piezas a través de Camilo. También dije que había sido él quien me había arrastrado a esta expedición, y me abstuve de mencionar mis lazos con Marius—si desvelaba mi relación con el conde, nunca creerían que era un herrero cualquiera.

Cuando llegamos a una ubicación adecuada para un campamento militar, nos detuvimos a pasar el día, a pesar de que faltaba mucho para que se pusiera el sol. Los soldados ayudaron a descargar las carpas y las hornillas de los carros.

Cada uno tenía su papel en la preparación del campamento. El maestro Sandro y su grupo se encargaban de preparar la cocina. Frederica supervisaba qué ingredientes se utilizaban y en qué cantidad. Matías ataba los caballos, los limpiaba, les daba de comer y agua.

El único que estaba libre…era yo.

Quería ayudar, pero no quería que mi ignorancia fuera un obstáculo. En lugar de eso, me senté junto a los caballos una vez que terminaron de comer y saciar su sed, y observamos juntos el bullicio del campamento.

—Me aburro mucho —refunfuñé.

Uno de los caballos me resopló en la cara.

Al poco rato, las carpas poblaban la llanura. Se encendió un fuego para el fogón y pronto, una columna de humo se elevó de la olla. Los braseros se habían llenado de leña, pero como aún había luz en el cielo, no prenderían hasta dentro de un rato. Los soldados que habían montado las carpas se relajaron mientras esperaban a que les sirvieran la cena.

No había fuentes de agua cercanas, así que rellenamos nuestras cantimploras de los barriles de suministros. El agua necesaria para la cena también se sacaba de los barriles. Los rellenaríamos la próxima vez que estuviéramos en una fuente de agua, seguramente mañana, al descansar al mediodía.

Frederica llevaba un registro de la cantidad de agua que consumíamos. Desde que habíamos levantado el campamento, había estado en constante movimiento, y parecía que no le faltaba trabajo que hacer.

La logística de las expediciones militares era compleja. Éramos una tropa de cincuenta soldados y trabajadores. Llevábamos comida y leña para doce días y agua para tres. Entre nuestras provisiones estaba la estufa y las demás herramientas necesarias para cocinar, junto con mi equipo de herrería. Teníamos una pequeña manada de caballos que lo transportaban todo en carros, e incluso tenían que acarrear su propio alimento.

El número de soldados necesarios para librar una guerra era mucho mayor que el de personas necesarias para el equipo de suministro, pero proporcionalmente, el número de carruajes tirados por caballos que utilizaban los soldados era en realidad menor; las tropas viajaban a pie en lugar de a caballo, y los suministros podían ser requisados por el mando militar.

Una vez que la comida estaba lista, todos formaban una larga fila que serpenteaba por el campamento. Sencillamente, no había forma de evitar que se formara una fila cuando había perspectivas de comida caliente. Los trabajadores del equipo de suministros esperaron a que los soldados tuvieran su comida antes de ponerse en fila—todos queríamos comer con el trío de cocineros.

La cena consistía en carne deshidratada guisada y servida sobre una rebanada de pan redonda y plana, dura, pero no como un ladrillo. Sin duda era comestible, y además era un práctico sustituto del plato, lo que evitaba tener que lavar los platos. Como no había agua potable, habríamos tenido que gastar nuestras provisiones de barril para lavarnos, así que era una solución práctica.

La tropa de abastecimiento comió junto con Delmotte y los demás soldados encargados de escoltarnos. En tiempos como aquellos, comer de la misma olla ayudaba a fomentar un sentimiento de camaradería. Las comidas eran la mejor manera de cimentar la confianza y hacer crecer el tipo de amistades en las que nos cubríamos las espaldas mutuamente.

Podíamos pasar las horas posteriores a la cena como quisiéramos. Le pregunté a Frederica si había tela, agujas e hilo sin usar. Corrió hacia uno de los carros de equipaje y yo la seguí sin prisa.

—Puedes usar lo que quieras de este carro —me dijo—. Es de las provisiones personales de los Eimoor.

—Entendido. Gracias.

Frederica hizo una rápida reverencia y salió corriendo.

Tardé un rato en encontrar las provisiones, pero pude localizar una manta, tela, agujas e hilo. Probablemente los habían empaquetado para reparar los desgarros de nuestra ropa, pero había de todo, así que supuse que no los echaría de menos siempre que los devolviera cuando terminara.

Cuando volví a la carpa, me puse manos a la obra. Primero, hice una bolsa rectangular sencilla con un trozo de tela—que no podría devolver a la provisión—cortándola al tamaño adecuado, doblándola por la mitad y cosiendo ambos lados con puntadas grandes. Como no pensaba rellenarla con algodón ni nada por el estilo, las costuras no tenían que ser especialmente elegantes. Le di la vuelta a la bolsa para que las costuras quedaran por dentro y metí la manta dentro. Una vez llena, cosí el último lado para hacer un cojín básico.

Mañana pensaba regalárselo a Frederica. No la volvería a ver hoy, ya que las mujeres dormían en un espacio diferente, y un vejestorio como yo pasando por la carpa de las mujeres en mitad de la noche prácticamente estaría incitando a malentendidos.

Encendimos los braseros al anochecer. Además de los soldados de patrulla, todos volvieron a sus carpas para dormir, y por supuesto, los miembros del equipo de suministros no fueron la excepción.

Me acosté, me envolví en una manta, y en cuanto mi cabeza tocó la almohada, el cansancio me llevó directamente al país de los sueños.

Cuando me desperté al día siguiente, todavía estaba oscuro y faltaba mucho para el amanecer. Pero el trío de cocineros, tan trabajadores como siempre, ya llevaba un rato despierto.

Me levanté de la cama, intentando hacer el menor ruido posible, y bebí un trago de mi cantimplora. Luego, salí a estirarme. Tenía que mover el cuerpo mientras pudiera, ya que pasaríamos otro día entero en la ruta.

El desayuno se sirvió justo cuando el sol asomaba por el horizonte. A pesar de lo temprano de la hora, el desayuno estuvo muy animado, el aire estaba lleno de charlas y el equipo de suministros discutía sobre el viaje que nos esperaba.

Cuando todos hubieron terminado de comer, cargamos nuestras pertenencias y subimos a los carruajes asignados. Era hora de partir.

Una vez que estuvimos todos sentados, busqué la atención de La señorita Frederica.

Pronto se dio cuenta de que intentaba hablar con ella.

—¿Sí? ¿Qué sucede?

Le tendí el sencillo cojín que había hecho ayer.

—Esto es para usted.

—¿Qué es? —preguntó.

—Es para que te sientes —le expliqué—. Con suerte, hará que el viaje sea más cómodo.

Agarró el cojín y sonrió alegremente.

—Muchas gracias —puso el cojín en el banco y se sentó.

Ahora que lo pienso, ¿no debería haberme hecho uno para mí? Demasiado tarde…

La satisfacción que irradiaba era contagiosa. Al ver su placer con el cojín, me acordé aún más de un animal pequeño.

Valió la pena el esfuerzo de verla tan feliz.

Como ayer, paramos a mediodía junto a una fuente de agua.

Cuando bajamos, la señorita Frederica me dijo con sinceridad:

—El cojín me ha ayudado mucho con el dolor de caderas y de asiento. Gracias de nuevo.

Qué jovencita tan simpática y directa.

Sentí la misma satisfacción que con mi trabajo de herrería—un objeto que alegraba a otra persona me hacía muy feliz.

Los dos días siguientes de camino hacia nuestro destino final transcurrieron de forma muy parecida. El clima se mantuvo, y tampoco nos encontramos con ningún problema en el camino…no es que fuera a haber una multitud de bandidos o animales deseosos de atacar a una tropa de soldados armados y blindados hasta los dientes.

En la tarde del tercer día, llegamos a la llanura junto a una cueva y acampamos. Cansados por el viaje, sólo sacamos las provisiones necesarias para el sustento y el descanso.

Por la mañana, montamos las defensas adecuadas. Ya no estábamos en la carretera y acampamos en lo que pronto se convertiría en el centro estratégico de la campaña—los soldados sacaron una gran carpa, más grande que las de dormir, para que sirviera de puesto de mando. Más lejos del campamento, delimitaron una parte del campo con estacas para hacer una zona provisional de establos para los caballos.

Por mi parte, trabajé para montar una fragua sencilla. Para el armazón, cavé dos agujeros en los que planté pilares de madera. Encima de los pilares había una tela que bajaba inclinada hasta el suelo. Mi forja improvisada tenía forma de prisma triangular, con el techo de tela como cara diagonal. El suelo era la base del prisma, y la entrada principal era la cara vertical. Dejé abiertos los dos lados de la estructura.

En la abertura más grande utilicé ladrillos para construir un lecho de fuego. La parte más complicada era asegurarse de que el viento circulara libremente; se necesitaba una buena corriente de aire para que el fuelle funcionara con eficacia.

Por fortuna, mis trucos cubrían las habilidades necesarias para una forja, y pude intuir la disposición ideal de los ladrillos para el lecho de fuego. Cuanto mejor fuera el lecho de fuego que construyera, más eficiente sería mi trabajo más adelante.

El Vigilante debía de haberme dotado de estas habilidades por si algún día tenía que abandonar la cabaña del bosque y trasladarme a otro lugar.

Desgraciadamente, mis habilidades de forja no se aplicaban al montaje de carpas. Podía contemplar la carpa todo lo que quisiera, pero seguía sin entender cómo mejorar su estructura o reforzarla. En conclusión, las carpas no estaban relacionadas con la herrería ni con la producción, aunque supongo que no hacía falta decirlo.

No pensaba utilizar un horno para los trabajos de reparación; en su lugar, me las arreglaría con el lecho de fuego, y rechazaría cualquier reparación que requiriese un horno completo. Si el contrato hubiera durado más tiempo—digamos unas dos semanas o más—habría traído un horno y mineral en bruto.

Le pedí a Delmotte que me ayudara a instalar el yunque cerca del lecho de fuego y a transportar barriles de carbón y agua. Aproveché tres barriles pequeños que se habían vaciado durante el viaje para mi propio uso. Coloqué uno junto al yunque como banquillo; el segundo lo coloqué cerca del primero como banco para mis herramientas; el último lo aparté como mostrador para la piedra de afilar. Cuando terminé, mi pequeño rincón parecía un verdadero taller.

Rebusqué en mi equipaje y saqué el martillo y el cincel—el que había reforzado para usar con el mithril—y los coloqué encima del barril convertido en banco. También desempaqué la pala que utilizaría para el carbón, así como mis pinzas, y las apoyé contra el mismo barril. El último mueble (barril) contenía la piedra de afilar, colocada y lista para afilar las cuchillas.

También tallé una repisa en uno de los pilares, sobre la que coloqué la estatuilla de la diosa que había tallado; no podía dejarla tirada en el suelo.

¡Así pues, el primer taller de Forja Eizo, totalmente equipado para cualquier tipo de reparación urgente, abría sus puertas!

Mientras me maravillaba de mi trabajo, la señorita Frederica se acercó corriendo. Cuando vio el taller, exclamó asombrada.

—¡I-Increíble! Parece exactamente un lugar donde trabajaría un herrero.

—Bueno, soy un herrero, y efectivamente aquí es donde trabajaré —dije.

—Te compraría un cuchillo o unas tijeras si los necesitara —bromeó con una sonrisa. Sorprendentemente, siguió garabateando en sus documentos mientras hablábamos.

—El precio tiene un incremento, ya que estamos en primera línea.

—No sabía que fueras tan avaro, Eizo —bromeó.

Tras algunas bromas más, la señorita Frederica cambió de tema.

—Avísame si empiezas a quedarte sin carbón ni agua. Estaré en el puesto de mando durante tus horas de trabajo. Además, como he dicho antes, todas las solicitudes de reparación pasarán primero por mí. Por favor, sólo repara los artículos que yo te asigne. No se te compensará por las solicitudes que aceptes por tu cuenta.

En otras palabras, soy libre de aceptar otros trabajos mientras no me importe el pago…

Me guardé ese pensamiento para mí. A la señorita Frederica le sonreí y me limité a responderle:

—Comprendo.

Estaba abierto, pero claro, aún no había trabajo para mí. Dejé mi puesto y me dirigí al centro del campamento, pensando que podría ser útil afilando los cuchillos del trío de cocineros.

Mientras caminaba, divisé a unos cuantos hombres lagarto con armadura y soldados Malito que regresaban al campamento. Como volvían en dirección a la cueva, debían de haber completado una misión de reconocimiento.

Otros soldados alrededor del campamento estaban construyendo vallas con madera aserrada. No había elfos ni gigantes entre las filas, pero sí un buen número de hombres lagarto y enanos. Unos cuantos soldados enanos dirigían la construcción de la valla y daban órdenes a sus hermanos humanos, que colocaban la madera donde los jefes les indicaban.

Observé lo que ocurría en el campamento mientras me dirigía a la zona de cocina y preparación. Allí encontré a Pops en pleno mantenimiento de sus cuchillos. Los otros dos no aparecían por ninguna parte.

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