86 [Eighty Six]

Volumen 11: El Día De La Pasión

Capitulo 12: 10.12 DÍA D MÁS ONCE

Parte 2

 

 

Había pasado bastante tiempo desde el comienzo del combate, pero la posición en la que la retaguardia se enfrentaba a la fuerza de persecución de la Legión apenas se había movido. Incluso Frederica, que no era conocedora de las tácticas ni de las sutilezas del combate, se daba cuenta de que estaban librando una buena batalla.

Sabiendo que lo único que necesitaban era ganar todo el tiempo posible, lucharon en función a eso, manteniendo obstinadamente su posición sin sacrificar imprudentemente ninguna tropa. Lucharon hasta el final, con verdadero valor y determinación, sabiendo que les esperaba la inevitable derrota y la muerte.

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“Espléndido combate, Altner. Tienes mi mayor respeto… y mis más profundas disculpas.”

La marcha continuó. El sol salió.

Los recién nacidos rayos de luz dorada brillaban sobre el cielo mientras la luz del sol se derramaba igualmente sobre la tierra. Era la luz que despertaba todas las vidas.

Una mañana en la que el propio aire rebosaba de un brillo dorado y transparente.

Las flores otoñales, besadas por el reluciente rocío de la mañana, extendieron sus pétalos, llenando con su aroma floral la fría brisa purificada por la quietud de la noche. Cuando los árboles del bosque se despertaron, la niebla matutina sopló contra la hierba silvestre, y los pájaros piaron, con sus pequeños cuerpos calentados, al saludar una nueva mañana.


En medio de esta bendita alegría, los refugiados de la República siguieron adelante. Era una hermosa mañana de otoño, en la que la suave brisa y la tenue luz del sol reconfortaban sus doloridas piernas.

Y esa belleza sólo sirvió para que su huida a la Federación se sintiera aún más miserable.

No marchaban a un ritmo rápido en absoluto, pero habían caminado bastante distancia mientras hacían pausas para descansar. Miraran donde miraran, las flores silvestres florecían brillantemente como si estuvieran compitiendo por quién era la más bella, pero también se enredaban sobre sus piernas cansadas.

Y sus piernas, que ciertamente no estaban acostumbradas a caminar distancias tan largas, fueron atormentadas por el suelo irregular. Caminaron y caminaron, pero el paisaje nunca cambió, el cielo y los campos se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

Los ilimitados horizontes azules eran una instantánea perfecta de la estación. Y el hermoso paisaje era imposible de abandonar.

Arrastraban las piernas, gimiendo de cansancio. Los padres refunfuñaban de cansancio mientras llevaban a sus llorosos hijos y niños pequeños. Y mientras los civiles caminaban con lentitud, los Reginleif que los rodeaban no decían nada para espolearlos. No les decían que se dieran prisa, simplemente rodeaban a los civiles. De vez en cuando se detenían, mirando a su alrededor, pero por lo demás avanzaban en silencio.

No los presionaron para que siguieran adelante, ni los apresuraron. No tenían ni la presencia de ánimo ni la obligación de hacerlo. El ejército de la Federación estaba destinado a defender el territorio de la Federación y a su pueblo, y no tenía el deber de hacer lo mismo con el pueblo de la República.

Si se tratara de civiles de la Federación, podrían llegar a retenerlos a punta de pistola para espolearlos y escoltarlos a un lugar seguro, pero no tenían ese tipo de responsabilidad con los civiles de la República. Y que fueran Ochenta y Seis, que debían odiar y resentir a la República, era una razón más para que no lo hicieran.

Y eso hizo que las cosas fueran aún más dolorosas para los civiles de la República. Si se les hubiera apresurado a seguir adelante, si esas amenazantes torretas o ametralladoras se hubieran puesto en su contra, su indignación habría estado justificada. Sus lágrimas, el rencor que albergaban por haber sido tratados cruelmente y su autocompasión estarían justificados.

Si se les retuviera a punta de pistola y se les obligara a seguir caminando, podrían sentirse discriminados por terribles tiranos, como si fueran mártires dignos de compasión. Pero ni los soldados de la Federación ni los Ochenta y Seis hicieron nada.

Todas sus amargas lágrimas y sus dolorosas quejas cayeron en saco roto y, en el mejor de los casos, les valieron una mirada de reojo. Los soldados de la Federación y los Ochenta y Seis no dijeron ni una palabra. Incluso si estos civiles se detuvieran en su camino y fueran atrapados por la Legión, no les importaría. Pero, al mismo tiempo, les daba igual que los civiles se acercaran.

Realmente no les importaba ni una cosa ni la otra. A los Ochenta y Seis no les importaban en absoluto. Que vivieran o murieran no les importaba mucho. Y esa indiferencia —el hecho de que los Ochenta y Seis no se resintieran simplemente porque no les importaba— era más insoportable que cualquier otra cosa.

“¡No puedo soportarlo más!”

Alguien gritó. Una joven que había estado caminando con pies tambaleantes finalmente se detuvo en su camino. Las miradas argentinas a su alrededor se fijaron finalmente en un lugar. Un Reginleif que caminaba cerca se detuvo, su ominosa silueta como un esqueleto arrastrado y sin cabeza, aterrador y despiadado.

Esta mujer estaba en su punto de ruptura. Su cara estaba arrugada como la de un niño que berrea, y ni siquiera se molestó en secar las lágrimas que corrían por sus mejillas.

“No puedo aguantar más. No puedo dar un paso más. Me duelen los pies. No puedo… ¡No puedo caminar!”

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Todos los ojos plateados que miraban se concentraron en la mujer y el Reginleif. Una unidad, aparentemente un comandante, fijó su sensor óptico rojo en la mujer. Llevaba un par de cuchillas de alta frecuencia, con forma de quelíceros de araña, y la marca personal de un esqueleto sin cabeza cargando una pala.





Todo el mundo miraba entre los dos.

Una voz joven, la de un adolescente, habló desde el altavoz externo. El cañón de 88 mm del Reginleif, ajustado para seguir su línea de visión, se fijó directamente en la mujer.

“Si te separas del grupo, no tendremos tiempo de buscarte.”

Con los civiles agotados y destrozados como espíritus errantes, Shin habló con tranquilidad.

“Si te separas del grupo, no tendremos tiempo de buscarte.”

No tenía ninguna obligación de obligarla a seguir caminando, y como Ochenta y Seis, tampoco tenía el deber de animarla. Así que cuando Shin habló, su voz de sonó terriblemente fría y cortante. Como si quisiera decir que si ella vivía o moría no le importaba.

Realmente no podía importarle menos, y le traía sin cuidado.

Esa emoción goteaba de su tono. Y al oírlo, pudo ver cómo los ojos blancos como la nieve de la mujer —y, de hecho, los ojos de todos los civiles que observaban su intercambio con la respiración contenida— temblaban ligeramente. Pero fingió no notarlo.

“Así que tómate un descanso y luego enlaza con el siguiente grupo que ande cerca.”

La mujer y los civiles de la República que la rodeaban se quedaron atónitos ante sus palabras. Eran palabras sin emoción alguna. Pero le dio un consejo, para que no se quedara atrás, para que siguiera caminando.

Un Ochenta y Seis acaba de dar ese consejo a un ciudadano de la República al que debería odiar.

“Con tanta gente, tardará un rato en pasar todo el mundo y en romperse la fila. Tienes tiempo suficiente para descansar.”

La mujer negó con la cabeza. Probablemente no podía creerlo. El resto de los civiles, que miraban en silencio, también habían esperado que actuara de otra manera.

“—No puedo caminar.”

“Pero cuanto más te quedes aquí, más agotada estarás y más difícil será retomar el ritmo. Así que sólo descansa diez minutos más o menos. Creo que no hace falta decirlo, pero si no tienes un reloj, intenta contar hasta seiscientos.”

“No puedo… Escúchame, ¡no puedo caminar! ¡No puedo caminar más!”

“Tampoco tienes que intentar apresurarte y enlazar con tu grupo original. Mantén la misma velocidad y ritmo que los que te rodean.”

“¡No—no puedo caminar! ¡Escúchame, no puedo caminar! ¡Déjenme atrás!” Gritó la mujer.

Los ecos de su grito se extendieron hacia el cielo, pero el Reginleif no se movió.

“Eres un Ochenta y Seis, ¿no? Nos odias, ¿verdad? Entonces esta es tu oportunidad; ¡déjanos aquí! ¡Puedes llamarnos una carga si quieres! ¡¿Entonces por qué…?!”

¿Por qué ni siquiera nos abandona?

Después de todo, te abandonamos hace once años. Entonces haz lo mismo con nosotros, ¿por qué no te rebajas a ser tan miserable como nosotros?

Su voz se extendió como un grito. El Reginleif no dijo nada y se limitó a desviar la mirada.

En ese momento, Dustin hizo por reflejo que se abriera la capota de Sagittarius. Después de todo, él era un soldado de la República. Shin era un soldado de la Federación que no tenía ningún deber para con esos civiles, y no se le podía obligar a retener a la gente de otro país a punta de pistola. Y a pesar de eso, un soldado de los Ochenta y Seis tenía que contenerse pacientemente y, encima, darles consejos cuando no era necesario.

En ese caso, el papel de Dustin como soldado de la República era sacar el látigo a esos civiles y mantenerlos en pie. Sujetó el rifle que se le había entregado para la defensa personal y alcanzó la palanca de apertura.

Pero justo entonces…

“Grimalkin—por favor, abre el toldo.”

A su orden, aunque tras una pausa, uno de los toldos del Reginleif se abrió. Un Reginleif con una marca personal de un gato alado: el Grimalkin de Saki.

El carruaje personal de la Reina Manchada de Sangre para esta operación.

Lena se levantó de la cabina. Su larga y satinada cabellera argéntea brillaba a la luz del sol. Sus silenciosos ojos plateados brillaban bajo su gorra militar mientras se encontraba en el campo de batalla otoñal.

Los demás Reginleif se detuvieron en seco, sin saber qué estaba haciendo. Shiden reaccionó sorprendida cuando movió a Cyclops para que la protegiera, y Undertaker entró para protegerla desde el otro lado.

“Sagittarius, quédate quieto. Yo lo haré.”

“Pero, Coronel…”

“No se mueva, Teniente Segundo. Este es mi deber, como coronel. Y además… no puedes hacer esto tan bien como yo.”

Podrías ser capaz de levantarte ante los civiles, pero nunca podrías convertirte en un soberano manchado de sangre para los Ochenta y Seis. Nunca podrías ser tan despiadado.

“… Sí, señora.” Dustin asintió, aunque de mala gana.

Escoltada por Reginleif blancos y negros de ambos lados, la Reina se enseñoreó de los civiles. Llevaba su gorra militar como una corona, su cabello plateado ondeando como su manto, y en lugar de un cetro, tenía un rifle de asalto a su lado.

Las miradas de los civiles se fijaron en ella y, poco a poco, comenzaron a levantar la voz. Una chaqueta azul prusiano que formaba parte del uniforme femenino del ejército de la República. Una gorra militar que colgaba sobre sus ojos y el fusil de asalto estándar del ejército de la República.

86 Volumen 11 Capítulo 12 Parte 2 Novela Ligera

 

¿Por qué una soldado de la República salió de un Reginleif en lugar de un Ochenta y Seis?

¿Por qué una soldado de la República iba montada en un Reginleif con los Ochenta y Seis mientras ellos tenían que ir a pie?

¿Por qué una soldado de la República, que había jurado protegerlos, estaba sentada con suficiencia y seguridad en un Reginleif de los Ochenta y Seis, protegida por ellos mientras ellos se veían obligados a marchar con las piernas doloridas?

“Tú…” Comenzó a acusarla una persona.

“Camina.” Le silenció Lena con nada más que su mirada, sus ojos plateados brillando ferozmente bajo la sombra de su gorra militar. “La Legión está llegando, así que camina. Descansa si es necesario, pero deja de comportarte como un niña y de insistir en que no puedes caminar y que deben abandonarte aquí.”

“Tsk…”

“Si entiendes que te están ayudando, deja de hablar de que te abandonen tan fácilmente. Cada momento que pasas haciendo berrinches en es un momento en el que mueren soldados de la Federación. Y más que nada, tú morirás. Y ya que lo sabes, camina. No les diré que se hagan daño, pero caminen tan rápido como puedan.”

Lena siguió adelante, sin inmutarse ante las innumerables miradas que le dirigían. Levantó su rifle de asalto, su cetro de reina, e hizo un espectáculo al cargar la primera bala en él.

“Soy un soldado de la República y tengo el deber de proteger sus vidas. Así que si la alternativa es que se salgan de la línea y mueran, prefiero retenerlos a punta de pistola y hacerlos caminar a la fuerza.”

No fijó el cañón en ellos, ni se movió ninguno de los Reginleif circundantes. Pero aun así, esta delicada oficial adolescente custodiada por los Ochenta y Seis y sus Reginleif fue capaz de arrollar a los civiles.

“¡Bueno, si eres un soldado de la República!” Logró gritar alguien de la multitud. “¡¿Por qué tienes que ir en un Reginleif?! ¡Si eres un soldado y se supone que debes protegernos, deberías estar aquí abajo, caminando con nosotros!”

Lena dirigió una mueca preparada de antemano a la multitud, como si esperara que dijeran esto.

“¿Yo? ¿Por qué iba a hacerlo? ¿No soy la segunda venida de Santa Magnolia, que lideró la revolución? Y el papel de una santa es guiar a sus corderos perdidos, salvarlos. No compartir sus penas. Y además…”

Miró por encima de la indefensa oveja y habló, con los Ochenta y Seis que la vigilaban en silencio, con sus fiables subordinados y camaradas de confianza a su espalda.

“… Soy la Reina que lidera a los Ochenta y Seis, la Reina Sangrienta. ¿No es natural que una reina monte a caballo con caballeros a su disposición?”

“¡…!” Los ciudadanos la miraron con una indignación silenciosa pero palpable.

“Undertaker. Concédeme el honor de cabalgar contigo a continuación.” Lena los ignoró y volvió los ojos hacia Undertaker. Éste bajó el morro para abrir su capota, pero Lena le hizo un gesto para que se detuviera y, en su lugar, se agarró al lateral de la unidad. Se situó frente al bloque de la cabina, apoyando su cuerpo en la torreta de 88 mm con la mano.

Como una diosa de la guerra plateada que hace su regreso triunfal sobre un carro blanco puro.

“Lena.” Le dijo Shin a través del Para-RAID, con un tono audiblemente molesto. “No hay unidades de la Legión cerca, pero esto sigue siendo peligroso. Por favor, entra en la cabina.”

“Muévete a la cabeza del grupo, por favor. Iré a la cabina entonces. No te preocupes, no son tan valientes como para lanzar piedras mientras estoy montando un Reginleif.”

Shin la ignoró y aparentemente dio órdenes a Raiden. Wehrwolf y Cyclops se movieron en diagonal detrás de Undertaker, situándose entre éste y los refugiados. Con esta formación, aunque los civiles vieran a Lena e intentaran lanzarle piedras, esas dos unidades la protegerían. Con todas las unidades del Escuadrón Spearhead desplegadas para moverse y el Escuadrón Brísingamen desplegado para proteger a Lena, Undertaker comenzó a caminar lentamente. Los refugiados se quedaron atónitos al ver a una soldado de la República

—cuando los militares prácticamente habían abandonado a los civiles y huido hacía tiempo— montando el Reginleif de un Ochenta y Seis sin siquiera dedicarles una mirada.

Se quedaron boquiabiertos. Al poco tiempo, sus expresiones agotadas se llenaron de rabia. Como predijo Lena, ninguno de ellos se atrevió a lanzarle nada, pero los insultos y las maldiciones despectivas comenzaron a brotar de la multitud.

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Traidora. Cobarde. Tirana. Niña que se ganó el favor de los Ochenta y Seis. Maldita prostituta.

Tal vez pensaron que esas palabras no llegarían a sus oídos. O tal vez esperaban que ella las escuchara.

Cuando llegó a la cabeza del grupo, decidió que ya se había exhibido lo suficiente y, como había prometido, se trasladó a la cabina de Undertaker. La noticia de lo ocurrido se extendería naturalmente a los otros grupos de refugiados.

Noticias de la despreciable bruja de plata, esperada por los Ochenta y Seis, que los “oprimía”.

Shin abrió la capota y ella saltó al interior, acomodándose en sus brazos mientras él la bajaba a la cabina. La cabina se cerró y quedó bloqueada. Las tres pantallas ópticas, que se oscurecían cuando el Reginleif entraba en modo de espera, se encendieron y, al iluminar la cabina, la recibió el ceño claramente fruncido de Shin.

“Entiendo que querían que alguien les apuntara con una pistola para sentirse víctimas oprimidas. Pero no tenías que darles realmente lo que querían. Y además, Lena, tú…”

“Era necesario. Que estén así de provocados y enfadados les dará la fuerza que necesitan para seguir caminando un poco más. El general de división Altner me encomendó la tarea de volver a la Federación con ellos vivos. Tenía que hacerlo para asegurarme de que eso ocurriera.”

Shin miró su pantalla óptica. La mujer que se había detenido antes estaba quieta, pero una mujer de más o menos su edad se apresuraba a ayudarla a caminar. Un hombre joven llamó a una madre que llevaba a sus dos hijos, arrebatándole uno de los niños de los brazos y adelantándose. Un anciano tomó la mano a un niño lloroso que se había separado de sus padres, apretando los dientes mientras empujaba sus doloridas piernas hacia delante.

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Un hombre joven, que arrastraba lo que parecía ser una pierna herida, era sostenido por una mujer que parecía ser su amante.

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Todos ellos miraron fijamente a Undertaker, que lideraba el grupo, y caminaron como si lo persiguieran: sus cuerpos exhaustos impulsados por la ira y el odio hacia quien estaba dentro.

“… Eso puede ser cierto, pero no tenías que hacerlo, Lena. Eso sólo te hizo ver como la villana. No tenías que…”

“Cierto.” Lena interrumpió sus palabras. “Con esto, ya no me mirarán como la segunda venida de Santa Magnolia.”

Shin miró fijamente a Lena, que le miró con una sonrisa.

Es como dijiste una vez.

“No actuaré como una santa con rostro trágico. No quiero representar ese papel… pero sí cumplir con mis deberes como soldado de la República. Así que no me importa si luego vienen a pedirme ayuda o quejas.”

“…”

Shin retiró sin palabras una mano de la palanca de control y la utilizó para levantar la gorra militar de Lena de su cabeza.

“Así que te la pusiste por tu posición de soldado. Por deber y para intimidar.” Dijo.

Lena lo miró con asombro por un momento.

“Bueno, eso fue en parte, pero también pensé que podría ocultar mi cara.”

Esta vez, Shin parecía sorprendido.

“Hmm, por eso la coloqué sobre mis ojos.” Continuó Lena. “Ahora mismo el sol está saliendo por el este, y la luz me daba directamente en la cara. Así que con el ala del sombrero cubriéndome la cara, pensé que incluso si me hacía pasar por la villana… o, bueno, ya que estaría haciendo eso, pensé que podría ocultar mi cara. Después de todo, aún no he renunciado a los fuegos artificiales en el Festival de la Revolución.”

No volver aquí no era algo que estuviera dispuesta a aceptar.

“… Pfft.” Shin no pudo contenerse y comenzó a reírse. “Ya veo… Bueno, ciertamente ya no pones una cara trágica.”

“¿Verdad?” Lena se removió dentro de la apretada cabina, acurrucando su cara en el pecho de su amado, el chico con el que prometió ver los fuegos artificiales. “Vamos a casa.”

“Sí.”

Como si se vieran obligados a caminar por él, los civiles siguieron a Undertaker. Sus expresiones y comportamientos eran un completo polo opuesto a la forma cansada en que habían actuado hace unos minutos. Al ver esto, Shin, que aún acunaba a Lena en sus brazos, suspiró.

La ira y el odio tenían el poder de apoyar a la gente en momentos de dificultad y desesperación, dándoles temporalmente la fuerza para seguir adelante. También era así en el Sector Ochenta y Seis. En ese momento, no eran conscientes de ello, pero el odio les hacía seguir adelante.

Para luchar hasta el final, sin rendirse ni desviarse de ese camino. Nunca serían como ellos, como la despreciable República, y se degradarían desviándose del camino correcto de la humanidad. Sí.

Se negaron a rebajarse a su nivel.

Esa ira ardía dentro de ellos, sin duda, como una llama. Si su orgullo era lo que los mantenía en pie, esa ira era la otra cara de la moneda. Les daba el poder para luchar.

Pero Shin no quería creer que esa fuera la verdadera naturaleza fundamental de la humanidad. Sus compañeros Ochenta y Seis también lo habían maldecido. Los Ochenta y Seis le odiaban, le llamaban hijo del Imperio, traidor, dios de la peste, Parca embrujada. Pero no quería creer que todos los insultos y las piedras que le habían lanzado —el odio con el que su hermano lo estranguló cuando era pequeño— fueran la verdadera naturaleza de la humanidad.

Y así… Y sin embargo…

… una parte de él podía relacionarse con lo que sentían los Pastores.

Susurró para sí mismo, sin ponerlo en palabras. A esos compañeros suyos, consumidos por la ira y empañados por el odio para convertirse en Legión.

Nunca cambiaremos. Ni tú ni nosotros.


Sus opciones eran diferentes y, sin embargo, iguales. En el Sector Ochenta y Seis, todos eran como prisioneros atados a la hoguera, esperando su sentencia de muerte. Pero todos tenían en sus manos el interruptor de una bomba que podía hacer volar a la República, que trataba de ponerlos en la hoguera.

Un método de venganza que todos los Ochenta y Seis conocían. Todo lo que tenían que hacer era dejar de resistirse. Y ni siquiera tenían que hacer eso. Eventualmente, la calamidad metálica que era la Legión vendría a poner a la República en llamas en su lugar.

Podían morir de cualquier manera. La única diferencia estaba en su elección: seguir luchando y morir aferrados a su orgullo, o dejar de resistir y morir consumidos por el odio. La única diferencia estaba en lo que les satisfacía en el momento de su muerte.

Así que Shin no podía culpar a los Pastores. Si las cosas hubieran ido de otra manera, si hubiera echado de menos incluso una de las cosas que tenía ahora…

Como, por ejemplo, si no hubiera conocido a esa Reina de la plata, que a pesar de ser un Alba, se quedó con los Ochenta y Seis y le dijo que nunca los olvidaría…

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… ahora mismo podría haber sido uno de los pastores.

Mientras tanto, los civiles seguían adelante, espoleados por las llamas avivadas de su odio. Su odio por esa Reina, la santa pretendida. Por los Ochenta y Seis que ni siquiera les devolverían el odio.

Y el odio por este hermoso mundo, tan felizmente indiferente a su sufrimiento.

Estaban tan heridos, tan torturados, tan llenos de autocompasión; alguien debía tener la culpa. Alguien debía de haberles infligido todo ese dolor, esa tortura y esa autocompasión.

Después de todo, si dejasen que la idea de estar tan heridos, torturados y llenos de autocompasión fuera algo autoinfligido, que ellos mismos se lo hubieran buscado, entonces todo este dolor, tortura y autocompasión sería demasiado para soportar.

Deja que te odiemos. Alguien. Cualquiera.

Si los pájaros no piaran. Si las flores no florecieran tan bellamente, si el sol no fuera tan hermoso, si este hermoso cielo azul no se cerniera sobre ellos.

Si al menos lloviera. Si se desatara una tormenta. Si tan sólo el trueno y el barro y la oscuridad se extendieran por el mundo, si tan sólo todas las formas en las que el mundo podría mostrar su desprecio hacia ellos surgieran y se interpusieran en su camino.

Los refugiados incluso resentían el alto cielo azul que se extendía sobre ellos, odiaban la belleza de este mundo, que no se detenía ante su angustia.

E incluso ese pensamiento se les ocurrió.

Si tan solo todo se arruinara con nosotros.

Cuando cruzaron el punto de sesenta kilómetros de la Federación, la línea de fase Acuario, los refugiados no pronunciaron ni una sola palabra de odio. Avanzaron en silencio por el sendero sin huellas, que parecía extenderse hasta el infinito, respirando con brusquedad como animales mientras el sol de la mañana se abatía sin piedad sobre ellos.

Algunos de los Reginleif que iban delante giraron de repente sus pantallas ópticas sobre el horizonte. Unas nubes de polvo se acumulaban en la distancia, acercándose poco a poco. Al poco tiempo, sus contornos cuadriculados aparecieron, formando las siluetas de grandes y torpes camiones.

La unidad de transporte de la Federación.

Tan pronto como se reagruparon con la unidad de transporte, Shin lo sintió.

“Tsk… Lena, vuelve a Grimalkin.”

“¿Eh?” Lena se giró para mirarle.

Shin sacudió la cabeza gravemente. La unidad de retaguardia del Mayor General Altner…

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“La retaguardia está empezando a desmoronarse… Dependiendo de la situación, podríamos entrar en combate pronto. Regresa a Grimalkin.”

Tras haber vigilado la ruta de los refugiados hasta el límite, su línea defensiva empezaba a desmoronarse.

“Hemos subido a todos los refugiados a los camiones de transporte, Mayor General. Estamos empezando a retirarnos.” Dijo Grethe.

Al recibir un informe del capitán de la unidad de transporte, Grethe dio órdenes al Grupo de Ataque de ponerse en marcha. A continuación, encendió el Para-RAID, resonando con Richard, que dirigía la retaguardia.

Al haber ganado el tiempo suficiente para que los refugiados se unieran a la unidad de transporte, la retaguardia había cumplido su misión. Pero en este punto, no había medios para que regresaran.

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