Shokei Shoujo no Virgin Road (LN)

Volumen 4

Prologo: Entre Los Innumerables

 

Shokei Shoujo no Virgin Volumen 4 Prologo Novela Ligera

 

 

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Entre los innumerablesfinales que ofrece el mundo, luego de concluir un viaje afín con el presente—

Blancura, por todas partes.

Más desagradable que nubarrones blancos, más desapacible que neblina blanca, demasiado incómoda para ser arena nívea y más pura que luz blanquecina—no había nada más que sal hasta donde alcanzaba la vista.

A medida que las olas chocaban contra la costa, la sal se fundía poco a poco en el mar, reduciendo eventualmente lo que antes solía ser un continente a una isla solitaria.

Tanto el suelo seco que crujía entre pisadas como el paisaje hosco fueron obra de cierta espada…

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En relación a ello, una joven caminaba por esta gran extensión de sal que se veía como toda la pureza del universo manifestada en un mundo alabastro.

Rondaba los veintes, y ostentaba una cabellera rojiza oscura que le llegaba hasta los omóplatos. Era de porte tranquilo y marchito, pero aún no había perdido su juventud. Como miembro de Las Fausto, quienes alaban al Señor, cargaba unas Escrituras bajo el brazo izquierdo. Sin algún gesto en su rostro que exhibiera algo más que una desgarradora indiferencia, caminaba hacia adelante con los pliegues de su túnica añil ondeando contra el viento.

Nadie sospecharía que acababa de matar a una persona a quien apreciaba mucho…

Como un estándar que rozaba lo invariable, muchas sacerdotisas se especializaban en armas de una sola mano que pudieran blandir con la derecha. Esta joven no parecía ser la excepción, dado que empuñaba una espada en su mano derecha.

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A simple vista, como armamento aparentaba ser un mal chiste.

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No era alguna espada elegante o majestuosa, ni parecía práctica. La hoja, toda oxidada y corroída, era tan delgada que uno pensaría que podría fundirse si se exponía a la lluvia.

La Espada de la Sal.

Esta arma que sostenía tan despreocupadamente entre sus dedos, de hecho, se decía que era la espada más aterradora que alguna vez existió. Poseía el poder de transformar en sal cualquier cosa que se encontrará con su filo.

La había utilizado minutos antes para matar a una Errante.

A una de estas personas a quien también se les conocía como Corderos Perdidos, pues venían de un país lejano llamado Japón, ubicado en otro mundo del que no todos oían hablar. Cada uno venía con un poder sobrenatural conocido como Pureza Conceptual, y, de vez en cuando, incluso alcanzaban la inmortalidad. Podían realizar     poderosos     encantamientos     a     costa de     sus recuerdos, y en el momento que éstos se agotaban, se transformaban en los llamados Errores Humanos que podían arrasar ciudades enteras tan solo con hacer acto de presencia.

Sin embargo, ni siquiera un humano con un poder tan increíble podría escapar de los efectos de la Espada de la Sal.

«Sí, así es como debe ser…» de repente, la mujer pensó en los últimos momentos de la persona que mató.

La doncella de cabello negro fue quizás la amiga máscercana quela sacerdotisahabíatenidoen toda su vida. Recibió a la muerte con una sonrisa hasta el final. Había sido una intelectual perspicaz, y jamás perdió una oportunidad para desconcertarla durante el viaje en donde enfrentaron un sin fin de peligros… pero ya finalmente todo eso concluyo.

Ningún     encantamiento     del     que     se     tuviera conocimiento podía detener la erosión provocada por la Espada de la Sal. Era absoluta e irreversible. Excluyendo el agua, el aire y la propia sal, todo lo que conocía el beso de su hoja pasaba a formar parte de esta isla sin excepciones. Ni siquiera los inmortales poseedores de alguna Pureza Conceptual se salvaban de ese destino.

«…fue para mejor»

La sacerdotisa era una Verdugo, una villana. Existía con el único propósito de cargar con los pecados del mundo para que otros pudieran vivir, y fue por eso que mato a su amiga con la espada blanca.

—Si esa fue la conclusión a la que llegaste, entonces debe ser la elección correcta.

Sin embargo, no lograba sacarse de la cabeza esa sonrisa que paso a formar parte de lo quedaba de esta fosa para cadáveres.

—Me parece bien que este sea el final, siempre y cuando haya sido tu decisión. Aunque… espero que sea la última vez.

Así termino su viaje.

Y entonces dejó de caminar.

Se encontraba en el centro de esta isla que alguna vez había sido un continente, la fuente de la erosión salina que se extendía sin fin. Allí, devolvió la Espada de la Sal a su sitio.

Su tarea estaba completa. Lo único que quedaba era regresar. Se dio la vuelta, con el rostro todavía sereno—y luego se detuvo en seco.

Un hombre había aparecido frente a ella.

Tenía más de treinta años, y su traje y su bombín eran muy llamativos. Cuando pensó que podría ser su respuesta directa a la tonta observación de su amiga de que le gustabanlos ‘hombrescaballerosos’, sintió cierta lástima. La difunta había sido una embustera en muchos aspectos.

—No me digas…—, el hombre fue el primero en hablar, con su mirada puesta en la Espada de Sal que la sacerdotisa acababa de clavar en el suelo. Luego miró a su alrededor,            confirmando  que  no había  nadie más acompañándola, y continuó con un tono incrédulo. —¿La… la mataste?

La joven asintió en silencio, y el hombre apretó los dientes como si le pesará en el alma.

—Ya veo. Así que llegamos demasiado tarde…

«Eso no es del todo cierto». Llegaron a tiempo. Él y sus amigos habían llegado en el momento justo. De haber pospuesto por más tiempo la ejecución, a lo mejor su amiga no hubiera muerto.

Fue por eso que la mato sin mayores contemplaciones.

Pero ignorante de aquel hecho, el hombre del traje estirado habló con una luz decidida en sus ojos. —…hemos recibido noticias de la señorita Orwell. Ya se enteró de quién es realmente el Señor. Tal y como lo supusimos, las Escrituras sirven como los ojos y los oídos del Señor. Dudo que esté equivocada.

Evidentemente, el hombre ya había deducido la identidad del gobernante de este mundo, cabo hondo entre las trabas de Las Fausto para descubrir la verdadera historia de lo que sucedió hace mil años y dio con las raíces de todo encantamiento. No obstante, la sacerdotisa no necesitaba que le dijeran nada de eso. En lo que a ella respecta, la verdad en el corazón de este mundo era una completa tontería.

—Vamos a destruir la Tierra Santa. Con usted y la señorita Orwell de nuestro lado, nosotros, los de La Cuarta, crearemos un nuevo mundo. Por lo menos, será mucho mejor que éste–un mundo en el que tu amiga Errante no hubiera tenido porque morir.

Kagarma Dartaros, mejor conocido como el Director.

Nacido sin ninguna conexión con Las Fausto y criado sin la influencia de Los Ancianos postrados en la Tierra Santa, había empezado a dudar de la estructura de la sociedad y estableció una alianza bajo el nombre de La Cuarta. Un líder brillante, quien incluso logró reclutar al joven monstruo de Los Comunes, Genom Cthulha, y atraer al soldado errabundo de La Nobleza, Experion Riverse.

Reclamaron un nuevorango en el orden establecido y blandieron un poder serio y con suficiente impulso para estremecer a la organización que durante siglos ha mantenido su control sobre este mundo.

Flare, una Verdugo de Las Fausto, había luchado contra ellos varias veces durante este viaje, así como junto a ellos en un par de ocasiones.

—Arroja a un lado lo que llevas en tu mano izquierda. Y deshazte de esa túnica de una vez por todas. ¿Qué bien te puede hacer el aferrarte a ellas por mástiempo? Sé que lo entiendes. Los malditos Ancianos no son útiles para la sociedad. ¡Y mucho menos para su Señor! ¡¡Permitir que sigan existiendo es quedarse de brazos cruzados y dejar que su corrupción se extienda, y jamás lo permitiré!!

Sus afirmaciones eran, sin duda, correctas.

Sin embargo, ninguna de ellas resonaba en el corazón de la sacerdotisa.

—¡Únete a nosotros, Flare!

Cuando la llamó con el apodo que se había ganado en este viaje, su expresión cambió por primera vez.

Frunció el ceño con evidente molestia y bajó la mirada.

No había razónpara molestarse en responder. Al fin y al cabo, tampoco creía que las acciones de Los Ancianos fueran incorrectas. Teníanrazóna su manera, y, sobre todo, ningún método resolvería realmente los problemas fundamentales de este mundo.

Compasión, lástima, ira… fuera lo que fuera que sintieran él y sus hombres, ella no simpatizaba en lo más mínimo.

Sólo había una cosa que le preocupaba.

A saber, lo que vendría ‘después’ en el dado caso de que tuvieran éxito.

Ayudar a este grupo no sería suficiente para evitar lo que viniera ‘después’. Flare no era la primera de su tipo, y sinceramente dudaba que fuera la última.

No existía la salvación para este mundo; no había nada que hacer.

¿Así que cómo debería tratar con este hombre que tanto la malinterpretaba? La respuesta provino de lo que llevaba en su mano derecha.

«Tienes nuevas órdenes»—, interrumpió una voz procedente de las Escrituras.

Al oírla, el rostro de Kagarma se congeló. —Flare… seguramente tú no abras…— su voz temblaba.





Flare entrecerró los ojos, disgustada por su reacción. La forma en la que la pregunta “¿Por qué?” parecía rondar en las pupilas de Kagarma la irritó. Cuando sus labios amenazaron con vocalizar esas palabras, se sintió tentada cortarle la lengua.

«¿Quién te creías que soy?»

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A fin de cuentas, se hallaba frente a nadie más que la Verdugo Flare; una asesina, una mentirosa y ahora también una traidora—ciertamente era una Verdugo hasta la médula de los huesos.

Las Escrituras dictaron la orden con una frialdad mecánica.

—«Debes ejecutar al Director».

Y no había manera de que desafiará las órdenes. Flare entonces levantó la espada como se le había ordenado…

***

 


 

Cuando el tren frenó, su conciencia fue arrastrada de vuelta a la realidad.

Había estado soñando.

Fue un recuerdo de antes que Orwell se convirtiera en arzobispa, cuando todavía era una miembro recta y honrada del clero, de hace casi veinte años, antes de que el nombre de Flare alcanzará el estatus de una supuesta leyenda viviente.

Su estado de ánimo era agrio desde el momento en que se despertó, y las Escrituras en su mano izquierda le hablaron con algo de duda.

«¿Ocurre algo, Maestra?»

Flare frunció el ceño ante el viejo objeto, que hacía tiempo que se había averiado; —Sólo tuve un sueño de mierda… solo eso.

Desde los días que siguieron a aquel suceso, todos los que habían participado en La Cuarta decayeron hasta convertirse en sombras retorcidas de lo que alguna vez fueron. Ni siquiera la propia Orwell fue la excepción. La diferencia entre ellos y Flare era que todavía guardaban esperanzas de hacer un mundo mejor, mientras que ella nunca había albergado tales pensamientos para empezar.

—Sus ridículos sueños fueron los que los orillaron a acabar así en primer lugar.

El trío que había sido el núcleo de La Cuarta, Flare ‘la Verdugo’, y la siempre justa Orwell.

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Durante un brevísimo periodo de tiempo, estas cinco personas que se odiaban a muerte convergieron y trabajaron juntas—y todo para salvar a una única Errante.

Ese momento del sueño fue, sin lugar a dudas, cuando su camino se volvió a separar del de ellos. Desde entonces, estuvieron enzarzados en un tira y afloja que ya llevaba diez años.

Flare estaba segura de que los otros la consideraban una traidora.

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…sin embargo—

—¿…ves?—, murmuró. —Aquí viene el siguiente.

Un pasado sin sentido. Un recuerdo que ni siquiera tenía valor sentimental. Incluso si la Maestra Flare pudiera volver atrás, no dudaría en hacerlo todo de nuevo. Lo único que lamentaba era haber perdido la oportunidad de matar al Director.

Orwell se convirtió en arzobispa y murió a manos de Menou, quién ahora era conocida como Flarette. A pesar de no haber podido estar allí para presenciarlo, el hecho de que Orwell fuera la primera de los cinco en morir le pareció una ridícula ironía.

Yahora el Director, quien había abandonado todo al final de la sangrienta batalla, aparentemente salió de su agujero en el Reino de Grisarika por alguna razón.

—No sé qué está jugando, pero no va a suceder—. Había asumido que ese fenómeno se rindió hace tiempo. «¿En qué estaba pensando al huir?»

Flare observó el paisaje de la tarde desde la ventanilla del tren, pero no le llegó ninguna respuesta. El cristal sólo reflejaba su rostro aburrido.

Se estaba haciendo mayor.

Después de comparar inconscientemente su rostro en la ventanilla con el de su juventud, se puso en pie, sintiendo algo parecido a la depresión.

Un viento con olor a azufre agitó su cabello rojo oscuro cuando bajó del tren detenido.

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La ciudad en la que se encontraba era tranquilo y rústico, con singulares edificios de madera bordeando las calles.

—Lo único que se puede hacer con un sueño de mierda es aplastarlo cuanto antes y seguir adelante.

La Maestra Flare echó la cabeza hacia atrás y se rio al pensar en cuál sería su siguiente movida.

Fin del prólogo—

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