Spy Kyoushitsu (NL)
Volumen 4
Interludio 2: Murasakiari III
“Doscientas ochenta y siete—es el número de Hormigas Obreras que tengo en Mitario”, dijo Murasakiari. El número variaba de vez en cuando, pero por lo general él lo mantenía en esa cifra.
Si se incluían las Hormigas Obreras que tenía repartidas por todo el mundo, sus filas completas superaban las cuatrocientas.
“Las tengo desplegadas por toda la ciudad. Sus órdenes son matar a cualquier espía que encuentren, y si fallan, otros doce de ellos llegarán a terminar el trabajo”.
Mientras hablaba, partía cáscaras de maní entre sus dedos, sacaba el maní de su interior y los alineaba sobre el lomo de su denominado perro mascota. Una vez que tuvo 287 en fila, asintió satisfecho.
Su rehén seguía sin decir mucho, así que había decidido encargarse él mismo de explicarlo.
Estaba explicando su devastadora habilidad. No le preocupaba en lo más mínimo lo que ella hiciera con esa información. Después de todo, su destino ya estaba sellado. “Ningún espía puede competir con cifras así. E incluso si alguien consiguiera capturar a una Hormiga Obrera, todas tienen órdenes de suicidarse en cuanto son derrotadas. Tu gente dio una buena pelea, pero por desgracia, esas peleas que ganaste no significaron nada”.
Su rehén lo miró con intriga. A ojos de ella, algo no cuadraba.
“Sé lo que te estás preguntando”, dijo Murasakiari. “Piensas que, si mis Hormigas Obreras se unieran, podrían derrotarme. ¿Es eso?”.
Ella asintió.
Era un pensamiento válido. Si uno de esos grupos de doce Hormigas Obreras se unía y conspiraba para matarlo, representaría una seria amenaza para su vida.
“Bueno, tienes toda la razón. De hecho, hasta el camarero o mi perro mascota podrían matarme. No puedo pelear tan bien. ¡Oh, santo cielo! Si ahora se vuelven contra mí, estoy perdido”.
Esos dos tenían habilidades excepcionales, incluso para las Hormigas Obreras.
Si alguna vez querían matarlo, sólo tardarían unos segundos en hacerlo. Todo lo que tendrían que hacer era aplastar su garganta con sus propias manos, y la libertad sería de ellos.
Pero eso era algo que nunca serían capaces de hacer.
“Sólo pensarlo es ridículo. Harías bien en no tomarte mi poder tan a la ligera”. Murasakiari pateó al hombre perro en el estómago. “Estrangúlate”.
En el momento en que esas palabras salieron de su boca, el perro levantó la mano y comenzó a apretar su propio cuello. Sus propios dedos se clavaron en su propia carne. Empezó a soltar quejidos de dolor, pero seguía sin aflojar el agarre.
Murasakiari se divertía viendo cómo el hombre perro ponía manos a la obra para suicidarse. “Y ahí lo tienes. No pueden levantarse contra mí, no por la forma en que he cableado sus mentes. Nunca habrá una revolución. Seguirán obedeciendo mis órdenes hasta el día en que sus vidas sin sentido terminen”.
Justo antes de que el hombre se desmayara, Murasakiari lo detuvo. “Es suficiente”. Clavó cruelmente el pie en su agotada mascota.
“Por eso nadie puede vencerme”.
Su rehén seguía sin poder hablar—y más ahora.
Murasakiari enumeró con orgullo sus logros. “Aniquilé al equipo de Retias del CIM. Cinco de ellos consiguieron matar a catorce Hormigas Obreras, pero eso fue todo. Akaza Shimai fueron inteligentes. Huyeron después de siete muertes. La hermana mayor no lo logró. Kagedane se suicidó después de nueve muertes. Los de JJJ también empezaron a meterse en mis asuntos, pero eso terminó rápidamente cuando les envié los cadáveres de Kirin y Reiki. Y Ouka, Ouka estuvo increíble. Consiguió matar a diecisiete de mis Hormigas Obreras él solo. Tengo que decir que ver su cadáver me sorprendió. No sabía que sólo era un adolescente”.
Shirogumo los había descrito como personas altamente calificadas, pero todos habían sido impotentes ante Murasakiari. Él tenía un suministro inagotable de asesinos a los que no les importaba su propia vida. Y aunque sus enemigos capturaran a uno, sus secuaces se suicidaban sin dudarlo un poco. Entonces el siguiente asesino descendería.
La posición de Murasakiari era casi incuestionable.
Tenía el poder de aplastar a cada espía que entrara en su territorio y a cada miembro de la policía secreta que intentara defenderse, y podía hacerlo todo sin mover un dedo.
“Además, ya he empezado a reemplazar a las Hormigas Obreras que he perdido. Es muy sencillo. Todo lo que tengo que hacer es rastrear civiles prometedores, capturarlos y atormentarlos”.
Y su reinado continuaría.
No había una sola persona en todo Mitario que pudiera hacerle frente.
“¿Cuántas…?”.
Él oyó una voz ronca.
Su prisionera se decidió por fin a hablar, mirándolo con todas sus fuerzas.
“¿Cuántas vidas tienes que arruinar para estar satis…?”. “No seas insolente con el rey”. Murasakiari la pateó.
Estaba a medio camino de golpearle la cara cuando por fin recobró el juicio.
“Ah, lo siento mucho. Mi política es ser amable con las mujeres, pero mírame, estoy recurriendo a la violencia…”. Se quitó el sombrero disculpándose y le ofreció una sonrisa. “Tal vez ahora sí podemos cuidar nuestros modales, ¿qué me dices?”.
Murasakiari se consideraba un caballero, y era una declaración de la que nunca había dudado. Después de todo, cada vez que golpeaba a una mujer, se llenaba de remordimientos. Oh, qué rey tan compasivo era. ¡Y qué humilde!
La pregunta era, ¿por qué la golpeó?
Una de las razones era el adefesio que era su perro. Le dio otra patada en el estómago como castigo por ese pecado.
La otra razón era porque el hombre al que estaba esperando no se aparecía. Miró el reloj. Ya había pasado bastante tiempo.
“Qué lamentable. El joven Klaus parece que no va a venir, ¿verdad? Uno pensaría que al menos ya habría matado a una de las Hormigas Obreras”.
Murasakiari no había recibido ni un solo informe de que alguien lo hubiera visto.
Según la información que manejaba, Klaus apreciaba a sus aliados, así que Murasakiari había estado trabajando bajo la suposición de que, si secuestraba a un espía de Din, Klaus aparecería.
¿Dónde estaba? ¿La abandonó a su suerte?
La paciencia de Murasakiari se estaba agotando. “Olvidémoslo. Te mataré ahora mismo”.
Sacó su pistola automática y disparó a su rehén justo en el estómago.
El sonido del disparo resonó con fuerza.
La sangre fresca salpicó la barra y un olor metálico llenó la habitación.
“Tienes unos cinco minutos antes de desangrarte”, dijo Murasakiari. “Si tienes unas últimas palabras, me encantaría oírlas. Pero antes, hay algo que aún debe resolverse”.
Se limpió la sangre que le había salpicado la cara y prosiguió.
“Y bien, antes de morir… ¿serías tan amable de decirme tu nombre?”