Spy Kyoushitsu (NL)

Volumen 4

Interludio 1: Murasakiari II

 

 

Al final, ella nunca le dijo ni una palabra sobre cómo fue que llegó a Mouzaia. Todo lo que hizo fue entrecerrar los ojos un poco, como si buscara en sus recuerdos. Rememorando una vida a la que nunca podría volver.

Murasakiari observó a su prisionera. Cuando él dijo que era más joven de lo que él esperaba, lo había dicho en serio. Dado el excelente trabajo de espionaje que ella había estado realizando en Mitario, él había asumido que ella sería mucho mayor y tendría mucha más experiencia.

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Ella aún no le había dado su nombre.

Sin embargo, a él no le importó. Murasakiari actuaba con calma y pensaba bien las cosas. El tiempo le sobraba.

Ordenó otra bebida de cola.

Su exclusivo bartender quebró un poco de hielo con el punzón y adornó la bebida con una rodaja de limón antes de servírsela. Murasakiari bebió un sorbo. Luego, mientras lo dejaba reposar en su lengua, un golpe hizo eco en la habitación.

“Pasa”, dijo, y un hombre desnudo con un collar de perro entró en el bar.

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“………”.

Intrigada, su prisionera miró al nuevo intruso.

Murasakiari sonrió amablemente. “Estabas actuando un tanto fría, así que pensé que lo más caballeroso sería contarte yo mismo una historia. Después de todo, imagino que tienes curiosidad. Quieres saber por qué tú y tu gente perdieron contra mí, ¿no?”.

Luego le gritó una orden al hombre del collar. “Siéntate”.

Una expresión de dolor cruzó la cara del hombre por un momento, pero obedientemente tomó asiento en el suelo.

“Te lo presentaré. Este es mi perro mascota”. “……”.

“Hasta hace cinco años, él era estudiante de medicina en la Universidad de Mitario. La gente lo llamaba prodigio, y sus notas eran excelentes. De hecho, escuché que era el primero de su clase y capitán del equipo de cricket. Y las chicas lo adoraban. Llevaba una vida tranquila, y tenía un brillante futuro por delante”.

“………”.

“¿No suena un poco extraño? ¿Cómo pudo un joven tan prometedor quedar reducido a una bestia sarnosa como ésta?”.



Murasakiari le abrió su mano al bartender, y éste le dio una copa de vino acompañada con una pistola aturdidora hecha a la medida. Era el arma preferida de Murasakiari. La encendió y chispas azules crepitaron en su punta.

“Deja que te haga una demostración”, dijo, y apretó la pistola aturdidora contra el hombro de su presunto perro.

Un grito desgarró el aire, tan espeluznante como un eco proveniente del mismísimo infierno.

Murasakiari mantuvo presionada la pistola aturdidora y transcurrieron veintitrés segundos. Y entonces, después de atormentar al hombre durante lo que debió parecer una eternidad, Murasakiari detuvo la corriente.

Entonces le dio al hombre otra orden. “Muéstrame algo de gratitud”.

Las lágrimas rodaron por la cara de su mascota mientras el hombre gemía de dolor. “…Gracias, señor”.

“¡———!”.

La espía prisionera jadeó. Su cerebro no podía procesar el espantoso espectáculo que acababa de presenciar.

Murasakiari se rio. “Impactante, ¿verdad? Hay un truco para torturar a la gente y que no se desmaye”.

Las pistolas aturdidoras estaban diseñadas para ser lo bastante potentes como para noquear a alguien en un solo segundo. Ser capaz de torturar durante más de veinte segundos con una de ellas requería mucha delicadeza.

“Tengo este don. Desde que tengo memoria, sé exactamente qué tipo de dolor cincelará el miedo en lo más profundo del cerebro de una persona. Dame una semana con alguien, y puedo hacer que cualquiera pase por el aro. Si les ordenara morir, lo harían”.

“………”.



“Él solía ser un feliz estudiante de medicina, pero ahora, es sólo mi perro. Renunció a su familia, a su novia, a sus sueños y a su identidad, y ahora corre por el mundo haciendo exactamente lo que yo le digo”.

Murasakiari llamaba a ese poder suyo: dominación.

Por cómo él lo veía, era un don que le había concedido Dios mismo.

“El dolor que le doy a la gente reescribe sus cerebros. No es la lógica lo que hace que me obedezcan; son sus instintos primitivos. Estudiantes, asesinos, luchadores, empleados bancarios y actrices por igual se inclinan ante su rey”, declaró Murasakiari. “Se convierten en Hormigas Obreras, obedeciéndome sumisamente hasta el día de su muerte”.

“………”.





“Durante el día, viven su vida normal. Pero por la noche, me sirven como los esclavos fervientes que son. Estudian técnicas de asesinato como si sus vidas dependieran de ello, y matan sin el menor escrúpulo o reparo”.

Mitario era la fortaleza de Murasakiari, y tenía innumerables Hormigas Obreras deambulando por sus calles. Y, por si fuera poco, sus leales e insensibles secuaces eran indistinguibles de los civiles normales.

“Lo que trato de decir es que mis Hormigas Obreras ya han aniquilado a tu equipo”.

Y así, Murasakiari empezó a contar su historia.

Le contó a su prisionera la masacre que había llevado a cabo en su reino de Mitario.

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